Este video es de la sesión instrumental de la canción “Rosie”.
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También puedes ver el video completo de “Rosie” con toda la banda.
"Se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias."
-Mario Vargas Llosa-
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Sentado en
el segundo escalón de miajas de baldosas, a la entrada de la botica, se
encontraba despertando de un sueño largo y profundo, sosteniendo en su mano
derecha una nota escrita a mano. Entre medio de sus dos piernas, en el suelo,
se equilibraba un frasco de cerezas importadas que el día anterior había tomado
de los anaqueles del supermercado. La novedad del día le cayó como balde de
agua fría. No sabía si era real o parte de ese sueño que, según él, duraría
hasta la muerte.
«Lo más absurdo
de todo es que yo la hubiese hecho muy feliz», pensó, mientras empuñaba entre
sus dedos el papel opalino que dejaba entrever, en mayúscula, la quinta letra
del alfabeto dibujada con evidente esmero.
Armando
Rodríguez era un ser apagado por los años y el peso de la vida. Apenas días
atrás su semblante retomó un tono limado y bruñido. El lustre de sus ojos,
color esputo cetrino, apareció nuevamente de forma fugaz y repentina. Sus
quejas constantes por la apatía de su esposa y la frivolidad inerte del lecho
nupcial fueron disminuyendo por todo lo que en su vida acontecía.
Veinticinco
años de matrimonio con María Elena pesaban igual que un yunque. Los recuerdos
de su juventud se agolpaban de vez en vez, y un pensamiento recurrente
martillaba constante el tabique de su mente: «Si tan solo mi vida fuese
diferente».
Nunca logró
graduarse. La sola idea de que iba a ser padre a los 22 años cambió por
completo el rumbo de su vida y, como él lo decía, «truncó su meta» de ser
ingeniero. Hoy ese tranque lo había hecho abuelo dos veces y pretendía hacerlo
una vez más, pese a las constantes amenazas y advertencias de su parte.
Una tarde,
cumpliendo el ciclo aciago de su vida, rumbo a su casa, recibió la peor llamada
del día.
—Armando,
recordá pasar por la farmacia… ¡Aló, aló! ¿Qué te pasa? ¡¿Por qué no me
contestás?! —increpó de manera altisonante la voz al otro lado de la línea
telefónica.
—Aquí estoy…
Lo que pasa es que voy conduciendo. ¿Ahora qué querés?
—Ya te dije
que los sofocos son insoportables y el doctor me mandó a tomar gabapentina.
—Eso se las
dan a las locas —balbució Armando entre dientes.
—¿Qué
dijiste?
—Nada, yo te
la llevo.
Colgó y
respiró profundo, con alivio desmedido de no seguir escuchando esa voz que lo
irritaba a diario.
Faltaba poco
para llegar a casa y pensó en regresar en busca de la encomienda, pero recordó
que en una calle alterna, que pasaba a diario con la intención cándida de ver a
una exnovia, le pareció divisar una despensa de medicamentos. Se detuvo en la
droguería y entró.
Al subir las
dos gradas del local, caminó con cuidado de no tropezar.
«Creo que le
falta más luz», pensó, mientras observaba el caliche mezclado con pedazos de
pisos multicolores que adornaban el suelo de concreto.
—Buenas
tardes.
—Hola,
buenas tardes… ¿En qué le puedo ayudar?
Una voz
dulce, casi angelical, se asomaba a través de una diminuta ventanilla de vinil
claro. Era una jovencita de tez blanca, con labios rosa acuarela.
«¡Por Dios
santo! ¡Qué muchacha más linda!», pensó.
—Sí, claro
—le dijo con voz ronca y varonil—. Necesito una medicina. Se llama gaba…,
gabapentina.
—Déjeme ver
si hay.
La joven
giró y dejó ver su hermosa figura de Artemisa. Su cabello largo y brillante
rozaba el borde de sus caderas. El contoneo de su cuerpo parecía hacerla flotar
entre las cajas y los estantes apilados en orden incoherente.
Armando no
tenía gusto por mujeres menores, pero ella era distinta. Su olor inundaba el
negocio y su dominio en la escena era histriónico. Por un instante no sabía
cómo actuar: sus manos empezaron a sudar y su voz empezó a aflautarse cual
puberto en etapa hormonal.
—Disculpe,
¿cuánto le debo? —silbó su voz.
—¿Se
encuentra bien? Parece que le va a dar gripe —le dijo la fémina, mientras
empacaba el blíster de pastillas.
—Creo que a
mi edad cualquier aire frío causa daño —articuló con la voz compuesta.
—Pero si
usted está joven… Creo que no llega ni a los treinta, ¿verdad? —manifestó luego
de humedecer con su lengua el labio superior.
Tal imagen
irreal le pareció electrizante. No supo qué responder. Se quedó en silencio, en
espera del paquete.
—Puedo
recomendarle unas vitaminas, si gusta. Además, se ve que hace ejercicio.
La diosa que
le hablaba lo tenía petrificado, al igual que años atrás, cuando en una época
distinta y en circunstancias similares había percibido la misma emoción.
***
Ese viernes
de junio, un retraso repentino de quince minutos lo obligó a correr más de lo
habitual para tomar el autobús que lo llevaría a la universidad. Entre
empujones y gritos lo primero que vio al entrar fue la mano extendida del
chofer pidiendo el pasaje. Abriéndose paso entre los olores corporales que
emanaban vapores acéticos, propios de la hora y de la evidente carencia de aseo
personal, avanzó hasta encontrar un espacio junto a una figura de cabello
rizado color almendra. Las miradas de ambos chocaron y rebotaron por inercia o
por vergüenza. Desde ese momento se aficionó por aquella extraña. Nunca le
habló, pero siempre calibraba su reloj de pulsera con un retraso de un cuarto
de hora, todos los viernes, para admirar de forma anónima aquella belleza
platónica que tremolaba a su lado.
Ahora era
distinto: la ingenuidad y la juventud ya no formaban parte de su vida. El
tiempo se acababa cual contacto ligero de la arena que pasa a través del huraco
que divide las cápsulas del reloj.
Pensó en
preguntar su nombre, pero rápidamente notó un gafete metálico en la blusa,
justo a la altura de su pecho izquierdo. «Ema»: su nombre era Ema.
—Gracias,
Ema, sos muy amable.
La miró
fijamente a los ojos con el propósito de intimidarla, mientras recibía al
instante las pastillas y el cambio.
La
dependiente sostuvo la mirada y notó la intención del cliente foráneo.
Respondió el reto con una sutil sonrisa. La mano de Armando logró escasamente
rosar los dedos de ella y advirtió la suavidad cremosa de su piel.
Se enamoró
nuevamente, por tercera vez en su vida, al igual que esa tarde calurosa
mientras luchaba por sobrevivir en el transporte público de la capital, rumbo a
una clase que nunca logró culminar por injusticias del azar.
Salió de
aquel sitio con la imagen clavada de la joven que respondió a su ojeada
coqueta. Antes de subir a su vehículo, un Toyota 89 que apenas podía
transportarlo, volvió su cabeza a la puerta, pero lo distrajo el color diluido
de la pintura en la pared y un marbete que
avisaba una promoción de megas ilimitados y saldos extras.
Esa noche
durmió apaciblemente envuelto en el recuerdo de la piel de Ema, hasta que la
luz del sol tocó su ventana. Despertó con mejor ánimo. La queja matutina de
María Elena, su mujer, y el desprecio creciente que sentía por ella no parecían
molestarlo. Solo quería acabar su jornada laboral de ocho horas y pasar por el
mismo lugar. Muy dentro suyo albergaba la esperanza de ver nuevamente la sombra
casi irreal de la chiquilla que correspondía a los juegos de un desconocido.
A las 6:30
de la tarde detuvo su bólido a la entrada del quiosco, entró con paso firme y
con voz de locutor vespertino dijo:
—Muy buenas
tardes.
Una mujer
horrorosa de piel canela y lentes ridículos irrumpió su saludo efusivo.
—Favor,
espere su turno. Se le atenderá en un momento.
En ese
instante se percató de que estaba siendo atendida una señora gorda con evidente
nivel de precariedad, que al parecer tenía de mal humor a la dependiente de
turno. Buscó por cada rincón del lugar a la damisela de sus sueños, y no la
encontró.
No tenía en
mente qué comprar, ni siquiera tenía una excusa para llegar ahí. Pensó entonces
que se le ocurriría algo cuando estuviera frente a ella, pero su musa no estaba
a la vista.
«¿Qué compro
ahora? ¡Ya sé! ¡La gabapentina!», pensó.
Tuvo temor
de que creyeran que vivía con una loca, pero al fin y al cabo era cierto. Él
consideraba que, al paso en que iba María Elena, era cuestión de tiempo para
llevarla a un sanatorio, pues estaba harto de ella.
Por segundo
día consecutivo salió del lugar, pero esta vez el sinsabor que llevaba era
evidente. Al bajar, una aparición espectral flotaba hacia él. Era Ema, que con
paso firme se acercaba. Los muslos y caderas pintadas de blanco por la talla de
su pantalón, bailando al compás de cada paso, provocaban la sensación de un
carnaval de flores. Armando vibró en su ser; era simplemente espectacular la
imagen, de la cual el crepúsculo también era testigo.
No dudó en
saludarla con alegría desmedida.
—¡Holaaaaa!,
¿qué tal? Pensé que no estaba… —le dijo con una familiaridad que hizo asustar a
la joven, que al verlo no supo qué responder. Armando amagó un morreo dirigido
a la mejilla, propio de la cordialidad de un conocido, lo que Ema rechazó al
instante.
—Adiós
—respondió ella.
Ema dio un
salto sobre los peldaños, con notoria agilidad y rapidez.
Armando,
apenado, no tuvo más remedio que montar su coche y correr veloz a su hogar, no
sin antes notar que, extrañamente, la joven desde dentro lo observaba y
esbozaba una expresión de curiosidad por aquel hombre con señal de calvicie
incipiente y ojos verdes.
Esa noche el
insomnio tomó refugio en su cama. Seguro que la vida no daba terceras
oportunidades. A las dos de la mañana, mientras su acompañante inerte de al lado
gemía y se quejaba del calor, se propuso enamorar a su nueva dueña que se
introdujo sin permiso.
El rito
vespertino de pasar por el mismo lugar, a la misma hora, se volvió habitual. En
un corto tiempo se convirtió en cliente asiduo de la farmacia. La familiaridad
con que hablaba y las bromas que hacía eran correspondidas tanto por la
clientela como por la propia Ema.
Durante dos
semanas conoció los gustos personales de su amada. Supo que suspiraba por los
rosáceos azules, teñidos por medio de hibridación convencional, cuyo color
simboliza el misterio de alcanzar lo imposible. Adoraba los chocolates, pero
aquellos obscuros y amargos, matizados en estela de negro basalto, pues de
ellos se obtenía más flavonoide que de cualquier otro alimento rico en antioxidante.
Entre risas y bromas reconoció el amor de ella por las cerezas y que prefería
comerlas directas del frasco.
—Sos todo un
caso —repetía a cada instante, ante las ocurrencias del admirador.
—Un caso
perdido —respondía él siempre a esa frase, que se había vuelto cómplice de
ambos.
Él, por su
parte, abrió su más entrañable frustración: comentaba sin resentimiento el
sueño truncado de ser ingeniero, la lucha perdida por impedir ser abuelo tan
pronto y el odio acumulado por su cónyuge, que, debido al proceso natural,
propio de la edad, cavó una zanja profunda entre uno y el otro.
Cada vez que
podía desbordaba un piropo grácil hacia ella, quien le respondía sin pudor y de
forma directa. Armando entendió que los dos estaban claros de lo que sentían y
que su plan estaba funcionando. Se imaginaba una vida libre de la arpía que lo
acechaba y hostigaba diario en su casa, con los problemas propios de la edad.
«Cuarenta y
siete años son apenas el comienzo de una vida», reflexionó en silencio,
mientras plasmaba con su diestra, en la rigidez de una hoja, un verso del poeta
danés Charles Marine. Testigo de esa complicidad, reposaba en su mesa un bote
diáfano de material cerámico y amorfo que contenía un líquido rojizo profundo y
vivo, comprado el día anterior.
«Hoy la voy
a ver. Hoy le voy a decir lo que siento y la quimera jodida que me atormenta se
va a disipar», susurró en su mente. Asió en sus manos el poema y las frutillas
encurtidas, con la determinación de que su vida cambiaría por completo esa
tarde de septiembre.
El día era
perfecto, cirros blancos pintaban el cielo azul, nada podría salir mal. Se
arregló como nunca. Su perfume escandaloso, marcado por las notas balsámicas de
salida, proyectaban un rastro personal de bases monolíticas.
Con la
seguridad que solo un hombre enamorado suele tener, se dirigió firme y sereno a
la puerta del negocio cuasi informal. Entró medio cantando y recitando el verso
recién transcrito. El silencio que envolvía el lugar se eclipsó con su voz
sonora.
—Buenos
días, ¿se encuentra Ema?
Sorprendida
la hortera que atendía, lo miró con fastidio y desdén.
—¡Don
Armando!, ¿qué hace aquí tan temprano y en día sábado? —replicó con curiosidad
al ver en su mano un bote de vidrio y una hoja imperfectamente doblada.
—Emita no
está. Se nos casa hoy —expuso con frivolidad y un toque de burla—. ¿Acaso no
sabía? Es más, yo supuse que usted sería invitado…
La sensación
que le recorría de manera súbita lo dejó inmóvil. Reaccionando al efecto del
sopor provocado por el golpe del suceso, retornó en sus pasos. Desplomándose en
sus ancas sobre la rampa discordante de la entrada, asentó el vaso de cerezas
entre sus piernas y recordó el verso empuñado en su mano:
«¡Quisiera
ser un sueño,
muy
largo y profundo, un sueño que durara hasta la muerte!».
___________________________________
También puedes leer otro relato del autor: "Dos onzas".
http://rostran.blogspot.com/2020/07/dos-onzas.html
Era
la tercera vez que Mario se levantaba esa noche. El sobrepeso acumulado a
través de los meses, sumado a su padecimiento crónico de reflujo gástrico, no lo
dejaba conciliar el sueño con facilidad. Esta vez había dejado encendida la luz
del quinqué que reposaba sobre el aparador, para evitar lo sucedido el día
anterior, cuando tropezó con un zapato de agujetas de cuero negro y derramó la
leche sobre el piso laminado.
Apenas
unos escasos metros lo separaban del llanto que interrumpió su frágil sueño.
Dio un pequeño salto para incorporarse erguido al borde de su cama: tres pasos
bastaron para llegar a la cuna de pino curado. Aún se sentía en el cuarto el
olor de barniz barato, pues apenas una semana atrás éste se había aplicado
sobre la beta pulida del esqueleto de madera.
—Dios
santo —dijo—, aquí vamos de nuevo.
Un
sollozo temeroso se asomaba entre las sábanas grises del dosel. Envuelto y
lúcido, se dibujaba desde el fondo un pequeñín de piel morena, ojos grandes y
alma rota. Mario no dudó en sonreír al verlo, pues le parecía gracioso cómo el
gorrito le tapaba el rostro en su lucha casi imposible por librarse.
—Vos
sí que sos necio, chavalito —entre risa y enojo—. ¿Ahora qué tenés? ¿No te
podés dormir de una vez por todas?
Mientras
el padre quitaba el obstáculo del diminuto rostro, el cuerpecito se llenó de
estupor con el roce helado de las manos que lo libraban de la venda de sus
ojos. Un espasmo súbito lo llenó de los pies a la cabeza. Era un temor
justificado, como alertando lo que iba pasar.
Buscó
un pámper entre la cómoda de plástico, ofertada en cuotas semanales por un
desconocido que era famoso en todo el barrio, pero no atinaba dónde
encontrarlo. Empezó a desesperarse en la penumbra del cuarto, pues la luz que
irradiaba la lámpara negra de cuello flexible era escasa.
«Debí
cambiar el foco a uno de mayor intensidad», pensó él, mientras sacaba las
toallas húmedas del bolso, que semanas antes se había preparado para «no correr
a última hora», como lo decía ella, y tener todo al alcance. En eso recordó que
Mara, su esposa, le advirtió con voz de orden de ineludible cumplimiento que
todo debía estar en la tercera gaveta.
—Oh,
sí, es cierto, aquí están —exclamó.
Tomó
al niño con la escaza experiencia de padre primerizo y empezó a desabrochar el
mameluco.
—¡¿Cómo
quito esto, Dios mío?"
Al
desceñir cada prendedor, la habitación se llenaba de un sutil pero rancio aroma
fétido. El tinte color mostaza manchó no sólo la espalda, sino que logró
traspasar y alcanzar las sábanas que cubría el colchón de la camita.
—Tan
caro este colchón y ya lo ensuciaste…
Pensó en ese momento que mejor hubiese comprado aquel jergón, mucho más barato, que le había ofrecido el semanero, pero que pasó por alto a solicitud de Mara, que quería lo mejor para su primer hijo.
Los
recuerdos de Mara se agolparon en ese instante. Miró de soslayo hacia la cama y
le pareció ver la figura inerte mantenida por un respirador, llena de cables y
mangueras a su alrededor. Sacudió la cabeza y la imagen nítida de las almohadas
y la cama vacía apareció nuevamente en la escena de aquella alcoba oscura y
fría.
Mara
fue su mujer estrella. La conoció una tarde en la universidad, mientras él
recorría los pasillos en busca de un encuentro furtivo. Fue cuando la miró
sentada sola en una banqueta de concreto leyendo las notas de sus clases previo
a un examen. Una joven de ojos grandes, color ámbar traslúcido, cabello castaño
con destellos avellana.
—Es
malo estudiar previo a cualquier examen —le dijo con un tono burlesco y lleno
de confianza característico en aquellos días.
Mara
observó la figura escuálida y llena de confianza del joven desconocido que le
hablaba y, con la autoridad que le caracterizó hasta el último día de su vida,
le dijo:
—¿Acaso
yo te he preguntado algo? —increpándole con una sonrisa.
—Hola,
soy Mario, estudio mi último año de la carrera de leyes. Te puedo ayudar, si
gustás.
«No
es un Brat Pitt», pensó ella, «pero tiene una sonrisa linda».
—Un
abogado, ¿qué sabe de molaridad y de tabla periódica? —exclamó, al mismo tiempo
que explotaba de sus labios una carcajada.
—Te
asustaría saber lo que sé… —mientras se sentaba junto a ella y le miraba
fijamente el lunar ubicado estratégicamente en el labio superior, que parecía
haber sido pintado bajo la técnica barroca de óleo sobre tela.
Mara
dejó sus notas a un lado del bloque de concreto, prestando atención a aquel
joven de cabello negro, ojos inexpresivos, labios carnosos y húmedos. La tarde
cómplice de ambos susurraba un aire leve que constantemente incitaba al cabello
a acariciar el rostro de la joven que inútilmente trataba de acomodar.
En
ese momento comenzó una conversación intensa, llena de picardía y doble
sentido. El ambiente se llenó de seducción, risas y confidencias. Dos perfectos
desconocidos hicieron «clic» una tarde de noviembre en los jardines descuidados
de la casa de estudios superiores de ambos.
Seis
meses después se casaron en una improvisada ceremonia en la casa de los padres
de ella. El niño gestado en su vientre apenas se empezaba a notar en el abdomen
semiabultado que pasaba casi desapercibido.
Se
acomodaron en una hermosa habitación de paredes altas, techo falso de un
acabado poco perfecto. Las paredes pintadas en color gris claro, el piso
laminado color caoba instalado en forma diametralmente opuesta a la baldosa
oculta. Junto a la puerta de la habitación, un pasillo estrecho conectaba con
un minúsculo baño, ideal para los dos. Los padres de ella no objetaron que la
pareja iniciara su vida conyugal bajo su techo.
En
una esquina del cuarto decidieron acomodar todo lo destinado para el fruto de
su amor: el pequeño vástago, que nacería a mediados del mes de agosto, no
tendría que pasar penurias. Mara, que era una mujer metódica y precavida, no
dejó nada al azar. La cuna fue escogida por ella; también el color, el diseño y
hasta la doble capa de laca puesta apenas un día antes del nacimiento repentino
del pequeño.
La
arcaica costumbre de poner los nombres de sus padres a los hijos le parecía
ridículo a ella. La discusión no duró mucho.
—¡Qué
ganas de poner el mismo nombre que vos tenés! Si fuera niña, no le pondría Mara
—lo decía mientras doblaba y acomodaba la ropa que había recibido de regalo en
el baby shower, el día anterior.
—A
mí me gusta mi nombre —le dijo él mientras luchaba por meterse su zapato
izquierdo sin desamarrar el cordón.
—¡Vas
a dañar el zapato! —le gritó ya molesta ella.
—Pero
¿por qué te enojás? Sólo porque quiero que mi hijo lleve mi nombre...
—Vos
sos loco. ¿Qué tiene que ver tu nombre con que no tengás manera de hacer las
cosa?
—Okey,
pongámosle «Maro», para que estés feliz —esbozando la sonrisa que la derretía a
ella cada vez que lo miraba.
—Ve…,
pensándolo bien, no suena mal —mientras cerraba la tercera gaveta de un golpe.
—Mirá.
Ya dejé todo ordenado en el bolso y recordá que en esta gaveta están los pampers
—señalando con la mano cada una de las instrucciones dadas al esposo que casi
no prestaba atención porque la lucha con el zapato negro se había tornado violenta.
—¡Ya
sé! —exclamó, mientras vencía en su lucha titánica con el pie derecho—. Combinemos
nuestros nombres. Puede llamarse «Marimar».
—Sólo
locuras decís… —balbuceó ella entre las risas estrepitosas de ambos.
Al unísono, un decibel de carcajada inundó la habitación y se fundió entre las paredes de tabla yeso que ocultaban la sonoridad de la mañana. Las miradas furtivas se juntaron en punto ciego del vacío, como la primera vez en aquella banqueta de cemento pintado de bronce oscuro. Bajo la luz del sol que se asomaba esa mañana, se amaron como la primera vez, bajo las sábanas blancas recién dobladas.
***
Abrió
el tarro de aluminio; el polvo blanco con aroma a vainilla le traía recuerdos
cuando de niño se escabullía para robar apenas unas cucharadas de leche Klim. Una
tarde, tras esconderse contra la puerta de la cocina, casi se ahoga cuando al
oír los pasos en el corredor pensó que lo pillaban y por su puesto lo azotarían
como castigo por hurtar leche y comerla a secas.
Mara
no tenía pensado darle formula química al bebé. Ella, gracias a sus estudios
universitarios, era fiel defensora de la leche materna, de los beneficios que
tiene ésta para el desarrollo cognitivo, el tracto digestivo y la inmunidad de
las que, de manera beneficiosa, decía ella, un niño se nutre. Pero Mara no
estaba, se había ido.
En
ese lúgubre espacio sólo estaban los dos. Un despojo de hombre y un infante de
apenas días de nacido que cada dos horas requería de cambio y una dosis de dos
onzas de sucedáneo, todo eso indicado por el pediatra en la epicrisis de salida
del hospital.
Mara
murió un 13 de agosto, el mismo día en que dio a luz a Mario Sebastián. Sufrió,
según el dictamen médico, un shock hipovolémico grado IV, causado por una
atonía uterina. Mario Sebastián pesó 3,400 gramos. Según contó Mario a sus
familiares, el niño presentó fiebre de 38°C al nacer y tuvo que pasar cuarenta
y ocho horas en observación.
«La
paciente luchó por su vida hasta el último instante», comentó la administración
del hospital. Antes de desangrarse de manera repentina en la sala del
quirófano, Mara logró escuchar decir al personal médico que su hijo no lloraba,
apenas si se quejaba. Al parecer el niño estaba más consciente de su alrededor
de lo que parecía.
Mara
se angustió y preguntaba:
—¿Qué
pasa?, ¿qué tiene el niño? Doctor, dígame qué pasa —gritó desesperada.
Mientras
Mario recorría los pasillos afuera del quirófano sin tener respuesta alguna de
lo que sucedía adentro, empezó a preocuparse cuando vio entrar mucha gente al
quirófano. Termos refrigerados entraban y salían. Corrían agolpados por la
escena que adentro se libraba.
Apenas
alcanzó a escuchar:
—Clave
roja, es una clave roja.
«¡Por
Dios santo!», pensó, «¿qué es una clave roja?».
Un
joven de aspecto frágil, lentes de marco de carey, piyama celeste y zapatos Crocs
tuvo compasión del joven padre que esperaba en el suelo del pasillo a punto de
llorar. Se acercó y sin mediar palabra alguna le tocó el hombro y con voz quebrada
y poco segura le dijo:
—Tenga
paciencia.
Esas
palabras, en vez de provocar tranquilidad, causaron la sensación de fuego en el
pecho que le oprimía.
La noticia de la muerte de su esposa y la realidad nueva de criar un hijo solo no fueron fáciles de entender hasta esa noche del 20 de agosto, cuando por quinta vez volvía a despertar por el llanto del niño pidiendo ser alimentado.
Entre
el olor a orina y pañales sucios acumulado por varias noches de desvelo, Mario
caminó a tientas hacia la cuna, cogió a su hijo en brazos y lo sacudió
fuertemente.
—¡Por
Dios santo! Dormite de una vez y dejá de molestar —le increpó con violencia.
El
bebé guardó silencio y, en una pausa casi hipnótica, desató un alarido que
resonaba en cada esquina y regresaba como eco de mayor intensidad a sus oídos.
—No
entendés que nos dejó, que no cumplió su promesa de estar con nosotros siempre.
No está, se fue, murió y no volverá. Sé un hombre y dejá de llorar.
Una
brisa leve golpeaba la ventana y la luz de sol se asomaba tímidamente por el
horizonte.
Le hizo por enésima vez dos oncitas del líquido espeso y blanco en el biberón y se la dio a tomar. El pequeño Mario Sebastián se acurrucó en el regazo de su padre y esbozó una sonrisa de placer luego de sacar el cólico que tenía atravesado y le causaba dolor.
Mario
miró fijamente el rostro de su hijo y por primera vez notó que tenía un lunar
idéntico al de su madre, con la misma técnica y tinte de aceite que pintaban
los artistas del siglo XVI. Lo miró un poco más y lo acarició suavemente y con
ternura. Lo envolvió de tal manera que no pasara frío con aquella frazada de
algodón aterciopelada, que le encantaba a Mara y que deseaba usar al salir del
hospital junto con su hijo en brazos. Lo apretó en su pecho para dormirlo. El
niño sintió por primera vez el calor de su padre y el amor ausente de su madre.
Lo
ciñó fuerte contra su pecho sin percatarse de que parte de la manta cubría su
rostro. El sueño era tan denso y pesado que él mismo quedó noqueado en la silla
mecedora que rechinaba con cada balanceo. Despertó cuando sintió el calor de la
mañana que entraba por la ventana. El sudor que recorría el antebrazo
adormecido le causó un poco de asco. Extrañamente no se sentía cansado, al
parecer habría recobrado las fuerzas. Se levantó con mucho cuidado para no
despertar al niño, lo colocó en la cuna en posición fetal. La cianosis
característica de ese evento era evidente. Le llamó la atención el tono azulado
de los labios del niño y la quietud inerte de su cuerpo. Quitó la manta de su
rostro y fue en ese momento que supo que Mario Sebastián de apenas ocho días de
nacido había muerto en sus propios brazos producto de asfixia involuntaria.
No
pudo contener el espanto: transitó de reversa de forma abrupta. Lo tocó y
repetía su nombre una y otra vez, como si al hacerlo podría recobrarle la
conciencia.
—¡Mario
Sebastián, despertá, despertá!
El
niño, con un extraño, pero apacible sosiego, transmitía una calma pulcra y
angelical.
Mario
se sentó en el piso, impávido, pensando en Mara y en aquella tarde en que la
conoció. Mientras sonreía en la banqueta, ella le dijo:
—Una
onza, pesaba 28 gramos, casi lo mismo que pesa, según dicen, el alma; quizás un
poco más.