El Astillero

"Se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias."

-Mario Vargas Llosa-



En busca de la tumba de Julio Cortázar

Dic/01/2016
(Publicado originalmente en NOTICULTURA el 19 de noviembre de 2014)

A la altura del cementerio de Montparnasse, después de hacer una bolita, Oliveira calculó atentamente y mandó a las adivinas a juntarse con Baudelaire del otro lado de la tapia, con Devéria, con Aloysius Bertrand, con gentes dignas…
Me encontraba en París, Francia a finales del mes de octubre, pasaba unos días con mi esposa por el aniversario de nuestra boda. De hecho un primer destino muy oportuno por varias razones. Esta ciudad puede ser vista de diferentes formas: para la mayoría romántica, para otros impresionante e histórica. París no te deja sin sabor alguno. Poder recorrer todas esas calles cargadas y grabadas de sucesos, era para mí como estar leyendo una enciclopedia, como caminar en mi imaginación o en la información materializada; pero a la vez y a manera de sentimiento encontrado, era como algo tan normal, relativamente alcanzable.
París y sus lugares de orgullo nacional se mantienen aun con vida y rebosan de mucha salud, eso llama la atención. Aunque sabía algo de su historia, no sé por qué pensé encontrar calles o monumentos con dolencias de la II Guerra Mundial, es decir, escombros o edificios destruidos. No fue así. París es tan moderno y tan antiguo a la vez, conservando su pasado y adoptando el futuro. Con una diversidad cultural en crecimiento es una ciudad nocturna y extremadamente acelerada.
En algunos de los días que caminaba en la aceras debajo de esos edificios altos y antiguos, pensaba en lo mucho que valió la pena que Dietrich von Choltitz, el gobernador militar alemán, desobedeciera la orden de Hitler de reducir París a escombros durante la etapa final de la guerra, en los últimos días del dominio nazi. Valió la pena tratar de conservarla.

En la lista de lugares a conocer que llevaba en mi bolsillo, escritos  en un papel arrugado, siempre estuvo conocer el famoso cementerio de Montparnasse. No sabía cómo ni cuándo de mi estadía lo visitaría, pero sí que tenía que dar con él. Después de una semana de adaptarme al nuevo país y su horario, llegué a las puertas del cementerio. Eran casi las 6:30 pm de esa tarde y un viento bastante helado rebotada en el ambiente.

Al llegar al famoso barrio de Montparnasse, a escasos minutos de habernos bajado del metro en la estación Raspail y después de subir al nivel de la calle, caminamos unos pasos y de pronto nos topamos con los muros del cementerio. Estando de pie —en la esquina—, miraba a todo mí alrededor, fue como si el tiempo empezara a correr en cámara lenta. Ese lugar —o esa escena— lo percibí como un sitio desolado y triste, con innumerables autos parqueados a lo largo del Boulevard Edgar Quinet con tope o vista a la torreUna imagen dramática como sacada de un libro de fotografías de color sepiaA lo mejor se debía a la tarde, al otoño, a la falta de gente a esa hora. Empecé a sentir una leve melancolía pero no sabía por qué.
En  todo el recorrido le comentaba a mi esposa, quizás un tanto emocionado, todo o lo poco que sabía sobre la vida, obra y tumba del escritor argentino Julio Cortázar. Ella con una atención tan amorosa que me brindó desde el inicio de nuestra aventura, sonreía con cada detalle que salía de mi boca. A lo mejor y lo mas probable, es que ella no compartiera la misma sensación de buscar una tumba cualquiera, en un cementerio cualquiera, en un barrio cualquiera, de una persona cualquiera, en un país cualquiera, pero ahí estaba conmigo. El amor se puede expresar de mil y de otras miles de maneras; esa tarde que encontramos el cementerio cerrado (y yo un tanto decepcionado porque levemente llegamos tarde), me dijo: ¡Volvamos mañana, tenemos que encontrar a Julio! Fue toda una expresión de amor.
Al día siguiente y después de haber almorzado a la orilla del río Sena y frente a la torre Eiffel (un momento ilusorio), tomamos el metro con destino a la parada Gaité—al otro costado del cementerio—, ahora más temprano y seguros que estaría abierto (yo ya había confirmado los horarios). Esta vez caminé con una tranquilidad ansiosa.


El cementerio estaba abierto y con cientos de personas recorriéndolo. Había un poco de sol y no calor, nada de viento y si un poco de frío. El portero que hablaba en francés, entendía un poco ingles y sonreía al español (aunque dijo que sabía un poquito), muy amable por cierto, preocupado con que diéramos con el lugar. Nos dio el —o un— mapa del lugar y la numeración de todas las tumbas famosas. Desde la entrada principal había que caminar doscientos metros y doblar a la derecha sobre la calle Allée Lenoir, tomar una pequeña diagonal y encontrar la tumba de mármol donde debía sobresalir un nombre, alguien sepultado junto a su última esposa, llamada Carol Dunlop.
De una carta a Saúl Yurkievich, 10 de mayo de 1983, Julio dijo:
“La muerte [de Carol Dunlop] me ha golpeado en lo que más amaba, y no he sido capaz de levantarme y devolverle el golpe con el mero acto de volver a vivir. Hay momentos en que lo único que tiene realidad para mí es la tumba de Carol, donde voy a ver pasar las nubes y el tiempo sin ánimos para nada más”.
         Ya me encontraba en el lugar, tenía ubicada la calle y el número de la tumba,  así que sólo era cuestión de llegar. En alguna foto había visto que la tumba de Julio Cortázar era de color claro y, que a demás no era fácil encontrarla. Pensé el porqué sería complicado encontrarla entre tantas tumbas. No tenía sentido.
Antes de dirigirme a mi destino, pude recorrer el cementerio apreciando e imaginándome las vidas de los nombres que leía en cada lápida. Siempre me ha llamado poderosamente la atención como una vida de tantos años se puede resumir en tan poco, en simplemente dos cifras, en dos partes: (1909-1985), por ejemplo.

Génie du sommeil éternel, escultura de Horace Daillion
Un ángel llamado Génie du sommeil éternel, escultura de Horace Daillion, rodeado de flores y en medio de una rotonda, es el encargado de partir en dos el Cimetière du Montparnasse, un cementerio que su fama se debe a que en él descansan los restos de muchos grandes intelectuales y artistas, franceses y extranjeros, entre ellos Julio Ruelas, artista y grabador simbolista; Tristan Tzara, poeta y padre del dadaísmo; Samuel Beckett, escritor irlandés ganador del Premio Nobel de Literatura; Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, filósofos franceses; César Vallejo, importante poeta peruano; Carlos Fuentes, célebre escritor mexicano; Porfirio Diaz, el presidente de Mexico; Susan Sontag, entre otros. Sin duda una caminata que disfruté mucho y al máximo. Las fotos siempre me harán activar los recuerdos que estuve ahí; pero qué es el recuerdo, sino el idioma de los sentimientos.
No encontraba la tumba de Julio, estaba donde debía estar, pero no la miraba por ningún lado. Di vueltas, volví, regresé dudando, volví a la calle principal, regresé y nada. No daba. Ya casi me molestaba o casi me rendía. Muy cerca aprecié a una señora que estaba acompañada de un joven, supuse su hijo o su nieto, estos no se movían de esa tumba que no era de mármol claro. Era oscura y con miles de flores viejas encima, un tanto lóbrega que hasta incluso pasaba desapercibida por mí. Dudé si podía ser esa. Sinceramente no pensaba encontrar a una persona de avanzada edad junto a la tumba del escritor de Rayuela. La tumba de Julio me la  imaginé varias veces como llena de jóvenes medio bohemios, con pocas flores y muy a la vista de todos los que pasaran.
Daba vueltas en círculo en el entorno donde se suponía que debería estar, ya se había hecho media hora. Vi de pronto que se acercaba a la tumba donde estaba la señora y el joven, una familia: papá, mamá, dos hijos, quizás más y a lo mejor no eran en realidad familia. Seguí dando vueltas. Me sentí tonto y frustrado. Ni modo! me dije o pensé. Ayer cerrado y hoy no encuentro la tumba que se supone que debería encontrar.
Ya me daba por vencido aunque me mantenía en los alrededores.
De pronto una mujer con una cámara profesional o semi profesional, no sé la diferencia, lentamente se puso frente a la tumba donde ya se marchaban sus extraños visitantes. Comenzó a fotografiarla de todos los ángulos y altura posible. Se acercaba y se alejaba. El click de la cámara sonaba con mucha precisión en cada disparo. Yo la observaba con curiosidad absoluta, tenía sin duda toda mi atención. Pensé en acercarme o lo comencé a hacer, quizás para adivinar un poco el resultado de su trabajo.
Comprendí que esa tumba por el lapso de la media hora que llevaba dando vueltas, había sido la única tumba visitada. ¿Por qué no me había acercado? ¿Acaso pensé que no podía ser la tumba de Cortázar? ¿Porque vi a una anciana? ¿Esperaba que fuera de color blanco a como la había visto en algunas fotografías? Aunque me parecía más blanca a medida que me acercaba. ¡Un momento!, Rayuela fue publicada 1963, la gente que la leyó rondada quizás los 30, los 40 o los 20. Así que cincuenta años después tenía lógica que una persona o personas mayores se acercaran y contemplaran la morada de su escritor favorito. Eran los jóvenes de esos años. 
Ya estando cerca la emoción me inundó, en la lápida de mármol se deletreaba el nombre del argentino muerto hace treinta años. Fue toda una odisea encontrar esa morada, acaso no pudo ser mejor. Tratar de armar o descifrar su dirección, como si todo hubiese sido realmente a propósito, un juego, un pequeño truco, como ir saltando, como ir buscando un tesoro en un mapa perdido. Todo había sido un poco como en las pinturas de Leonora Carrington, la noche con Talita y la rayuela, unentrecruzamiento de líneas ignorándose.


Tomé todas las fotos posibles y me disculpé con el fotógrafo por interrumpir la escena de su trabajo. ¡Pas de problème!, me respondió. No podía dejar pasar la oportunidad de hablarle de mi amigo, de leer todas las notas en español —delirante leer español en un sitio francés—, y en otros idiomas que le dejaban; ver las piedras, fotos, flores secas y marchitas junto a un arreglo de margaritas en su memoria. Era el momento.
Me despedí mientras el cielo hacía un intento por oscurecer y algunos silbatos se escuchan a lo lejos indicando que pronto cerrarían. Lo último que leí en un borde de la lápida y debajo de una rayuela incompleta, fueron las palabras de un ecuatoriano: Cortázar, descansa en paz.
JULIO CORTAZAR (1914 – 1984)
Después de estar un tiempo me puse de pie,  mi esposa me sonrió y me dibujó una sonrisa perfecta. La tomé de la mano y le dije que era hora de irnos, había sido un día cansado pero bien aprovechado. Ahora me podía marchar en paz.




Otra jodida historia de la revolución.


BYRON ROSTRAN ARGEÑAL
Publicado originalmente en NOTICULTURA en Oct/08/2013 
¿Qué es un ataúd en medio de una guerra civil? La experiencia sobre lo que puede ser un niño frente a la muerte.

El fin de semana pasado estuve de visita con mi papá en una funeraria (La Católica); esto, por cosas de un seguro familiar: pensando en la vejez y en el tiempo. Miraba con detenimiento todos los modelos fúnebres que estaban en exhibición y meditaba sobre la que sería sin duda mi primera morada cuando ya esté sin vida. Por un instante me preocupó la comodidad que  tendría o no en una de esas cajas mortuorias; sentí una melancolía utópica, reconocer que tarde o temprano todos cruzaremos esa línea. A la muerte no le tengo miedo o mejor dicho, ya no le tengo miedo, no me aterra ni me intimida. Ahora la veo más bien como otro escalón que subir.
Uno de esos sarcófagos tenía un color peculiarmente reluciente, de un gris que se asemejaba al metal, lo recorrí y por alguna extraña razón recordé un suceso de mi niñez que creí olvidado, uno que vino armándose en todas las pláticas familiares; sin duda un verdadero rompecabezas. Pasó a finales de la década de los ochenta en medio de residuos de una guerra sin sentido en Nicaragua.
***
Mi hermano fue el único que sufrió por la partida de Chichigalpa a Managua; vivíamos ahí porque a mi padre le habían dado un trabajo en el Ingenio San Antonio. Mi hermano mayor hacía un pequeño teatro de lo injusto que era separarlo de sus amigos, de su vida, de su colegio; él ya tenía diecisiete años y exigía su libertad, cosa que no pudo negociar de ninguna manera. Después supe o entendí la razón que tuvieron mis padres en no dejarlo. Aunque mi hermano hiciera el mayor berrinche de su vida, no sucedería lo que él pedía. Había guerra o se había estado en guerra, se aproximaban unas elecciones muy tensas y nada estaba seguro, corría lo último de 1989.
Vos querés que te maten, lloraba mi madre tratando de convencerlo. Sus grandes lágrimas decoraban un rostro que empezaba a verse marcado por las preocupaciones. Yo no podía entender por qué mi hermano se quería separar de nuestro lado, o del lado de mis padres. Si ellos decían que teníamos que partir, había que hacerlo. Te venís con nosotros a Managua y no se discute más, aseguró mi papá con un tomo molesto y autoritario. Aunque creo más bien que mi papá estaba cargado de desesperación por el hecho no saber qué hacer. Un hombre que tenía que tomar la mejor decisión posible para que su esposa y cuatro hijos sufrieran lo menos posible. También había planes de sacar a mi hermano del país, Costa Rica quizás, antes que lo pudieran agarrar para la reserva.
A su edad, es cuando empezaban a reclutar a todos los chavalos para llevárselos al «Servicio Militar Obligatorio», frase que era dibujada con una exigencia patriótica. Los que mejor suerte tenían podían durar unos seis meses antes que una bala los acribillara, una enfermedad o el cansancio los matara.  No duraban nada en regresar a sus casas, salvo con la diferencia que ahora venían en ataúdes de madera o de metal, esto porque cuando pasaban mucho tiempo antes de encontrarlos muertos en las montañas, ya de días y descompuestos, tenían que recogerlos con palas y echarlos en esas latas rectangulares, tratando de guardar algo que pudiera quedar de sus cuerpos, tipo como un atún en agua. Más de una vez se escucharon casos que en vez de un soldado o del verdadero cuerpo, embutían pedazos de chagüites, restos de troncos para que pudieran asemejar el peso de un cuerpo caído en combate.
Eso pasó cuando yo tenía siete años, yo vi un ataúd metálico, la gente lloraba mucho. Yo sabía que dentro había alguien.
Un camión militar verdeolivo y muy alto dejó de rugir frente a la casa de mi niñez. Bajaron la caja y los familiares desconsolados a más no poder la tomaban con presteza. Arreglos florales llenaron la calle —detalle sumamente curioso a mi edad—. Todos salían de sus casas a ver el acontecimiento, yo estaba en el porche, mi mamá salió también y comenzó a llorar, sé que lloraba pero no tengo la imagen. Metieron el ataúd dentro de la casa de enfrente, los gritos de dolor rondaron por todo el ambiente. Siempre pienso en esa calle por lo que sentí, por ese momento, por cómo interpreté cuando vi que bajaban un cadáver y muchas flores soltaban su olor.
En el momento antes de enterrarlo, sus familiares rehusaron a echar una palada de tierra si no comprobaban primero que el de ahí dentro, el de esa caja sellada, era su verdadera sangre. Los militares vestidos de piricuaco se negaban y hasta en un momento decidieron usar las armas sino desistían de esa idea. Todos los que se encontraban en el lugar empezaron hacer un tumulto algo violento —de ahí viene la palabra guerra civil (Tumultus)—, estaban decididos a comprobarlo. Los militares cedieron, no eran muchos tampoco, sólo dieron una recomendación: si van a hacerlo, si van a abrir la caja, háganlo rápido y tengan algo fuerte para inhalar, si no, no podrán aguantar ese hedor.
La madre de la victima lloraba no sólo por la pérdida de su infante, sino también por la probabilidad de que no fuera su hijo y fuera más bien, restos de troncos, a como decían las historias.
Mi hermano se encontraba entre esa multitud tratando de ver con sus propios ojos lo que al fin habría dentro de esa lata. A cincelazos y martillazos lograron violar las uniones que parecían imposibles, era una caja sellada sin principio ni fin. Cuando llevaban un buen trecho abierto, toda la gente salió huyendo espantada como si alguien estaba subiendo del más allá queriéndolas atrapar, la caja desprendió un terrible hedor a podredumbre. Un olor que nunca en mi vida había sentido, le confesó mi hermano a mi hermana. «¡Terrible! Peor que la mierda de un animal o de algo podrido. Es que es peor que un basurero o comida que tiene años en descomposición, no sé cómo explicarte, un olor que me desmallaba». Los gritos se incrementaron, en el lugar quedaron sólo los familiares y los hombres que trabajaban en la apertura. La madre dijo que tenían que abrirla más de una vez por todas, comprobar si ese era su hijo, su pequeño hijo.
Lo que había dentro: carne en descomposición a su máxima expresión, sin forma y desecha. No se sabía que era la cabeza o el cuello o el pecho o los brazos, si es que habían, no existía un inicio o un final. Sólo era carne ensangrentada y descompuesta recogida con prisa. Los hombres que habían estado abriendo no resistieron más y se fueron, todo el cementerio estaba envuelto de ese hedor putrefacto.
Foto: Marcelo Montecino 1983, Managua, Nicaragua.
Ese era el resultado de la gran guerra que tenía al país envuelta en desgracia. Una guerra que al fin y al cabo terminó siendo ¿innecesaria? Chavalos inexpertos en combate eran a los que se le ponía un fusil y se les hacía gritar una consigna: ¡Patria libre o morir! Lo único que les hizo reconocer el cuerpo fue aparentemente una medalla que le había dado una de sus hermanas antes de irse o antes que se lo llevaran a combate. Era como si colgaba de lo que parecía ser el cuello, como diciendo: «sí, soy yo, aquí estoy, ¿me reconocen? Soy su hermano, soy tu hijo mamá, he vuelto, estoy aquí, no estoy en las mejores condiciones, pero soy yo…yo soy, he vuelto…»
Mi madre después contaba que tiró la ropa de mi hermano a la basura, ya que por más que intentó lavarla y asolearla, nunca pudo hacerle salir ese olor, quedó impregnado como para asegurarse que había sido testigo de esa muerte.
***
Años después entendí el rostro de mi papá, la cara que puso cuando mi hermano mayor se quería quedar, cuando no quería venir con nosotros a la capital o a su protección. Era una expresión de pavor a los sucesos impredecibles que se acercaban o que habían sucedido. Imagino a papá ver el fin de su hijo mayor: muerto, inválido, mutilado, inservible para el resto de su vida. En esa época se hablaba de que casi a diario había velas por todas las calles, yo recuerdo asistir a varias. Chichigalpa —o mi niñez—, como muchos otros lugares del país, se convirtió en un pequeño pueblo de testigos fantasmas, de jóvenes que vagaban buscando una respuesta a lo que sucedió. Por supuesto mi hermano no entendía eso, mucho menos yo. Pero si sé decir que  en esa época dejó en mí, un miedo que no sabía explicar. Un miedo a la muerte, al llanto, al olor a flores, al sonido de las balas, a los velorios, al color verdeolivo, al no saber que venía, de hecho no sabía que era con exactitud lo que pasaba o lo que estábamos atravesando; tenía miedo morir, sobre todo la forma en que podía serlo. Cada hecho por minúsculo que fuera se quedaba atesorado, traicionando o interrumpiendo mis sueños.

Hasta ahora y después de mucho tiempo, me doy cuenta que los sucesos que acontecieron en esa década —que por un inicio heroico e indispensable—, destruyeron familias, trastocaron vidas, arruinaron destinos y marcaron futuros

Rosa Capella: La ciudadana del mundo.

BYRON ROSTRAN ARGEÑAL
Publicado originalmente en Noticultura en Marzo 04, 2014.
La española Rosa Capella (1925), es sin duda una ciudadana del mundo. Conoce un poco sobre esta dama y la pasión que la mantiene viva. Una mujer digna de admirar, porque a pesar del tiempo, ha sabido vivir en presente.
Diario El País: Cien españoles que triunfan en el mundo. © JAVIER SCHEJTMAN

Se acercó con pasos lentos y una mirada precavida a todo su alrededor, estaba a punto de cumplir 84 años. Su carta de presentación fue: unos cabellos adultos, una piel blanca transparente y una vida llena de muchas historias. A mediados del mes de junio de 2009 fue cuando la conocí. Coincidimos en una tienda de libros cuando yo comenzaba a interesarme en las algunas formas de la literatura. Esa noche se presentaba una novela policiaca de un escritor nicaragüense, el título de la novela alegaba al presente estado de sufrimiento del cielo, un tanto melancólico pero sin duda atractivo. Me senté en la primera fila junto a ella (aunque a veces me queda la duda que si fue ella quien se sentó junto a mí).

La percibí frágil pero sus movimientos certeros al buscar la silla me quitaron ese planteamiento. Se aferraba a un bastón que dejó acostado al borde de su asiento. Conversábamos antes que diera inicio el evento y la impresión que tuve después de esa noche y de muchos días, es de haber hablado con alguien que conocía de antaño.
Desde esa ocasión mi amistad con ella ha venido surgiendo de muchas maneras (me gusta pensar siempre en presente progresivo). Se ha formado una relación muy bonita, tanto como de un miembro de mi familia. A veces pienso que por el hecho de no haber conocido a mis abuelos (a mis abuelas nunca las conocí y mis abuelos murieron cuando era un niño), es la razón por la que me gustan las personas mayores; es decir, disfruto en gran manera hablar con adultos. Mis conversaciones son más bien entrevistas disfrazadas que tratan de responder la curiosidad que me da el pasado o la primera vida de alguien. (Ese día, o esa noche, también conocí al poeta Francisco Ruiz Udiel (1977-2010).

Uno no tiene idea con las personas que se topará en este camino de la vida, del placer que tendrá de conocerlos. Personas que de muchas formas te influencian, llegan a contagiarte de algo que ellos por naturaleza o por aprendizaje tienen. Su personalidad es de dar, como si no se dieran cuenta de todo lo que son. “Esas” personas, son cada vez más conscientes de su condición humana y por ende no dan lugar al ego ni a la pantomima. Conocer gente así sin duda es algo realmente escaso y aislado. Personas positivas y con ánimos de vivir, aunque la vida no siempre se porte justa con ellos —o con nadie—, ellas terminan demostrando cómo vivir con sentido común.

Rosa Capella nació en 1925 en el municipio español y ciudad portuaria Santander de Cantabria en España, situada en la parte norte de la Península Ibérica. Creció viendo los atardeceres de la costa cuando la agonizante luz del día delineaba la cruz del Faro de Cabo Mayor, su abuela y su tía materna, las que la criaron, fueron sus primeras mentoras. En nuestras inacabadas conversaciones ella siempre me da datos históricos de su vida, como cuando estalló la guerra civil Española el día de su decimoprimer cumpleaños, el dieciocho de julio de 1936. O como cuando llegó a Cuba a sus dieciocho años junto con su hermana para reunirse con su madre quien ya había enviudado.

Después de algunos años y por segunda vez en su vida, se encontró en medio de sucesos históricos. Toda la comodidad que ya poseía a sus treinta y tantos años, se vio interrumpida cuando estalló la revolución cubana de Fidel y el Ché. Así que viendo el camino desviado de la revolución en que creyó, salió de Cuba en 1961 con su hijo de 12 años. Ella tenía 36 años. 


De ahí en adelante los sitios en que ha vivido han sido sólo estadías momentáneas, vidas peregrinas, sangre del mundo. Las diferentes razones de su peregrinación con propósito, han confabulado para mantenerla en países por periodos largos o cortos, en su afán por ayudar al prójimo: La misión de su vida, su identidad. Una activista y pacifista nata.
Ya lo dijo alguna vez Isaak Bábel:
“Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde”.


A mediados de los 90’s Rosa arribó a Nicaragua con una delegación metodista americana con el fin de ayudar a la niñez y educación, se quedó. Fue parte de la fundación de una universidad y de NITCA (Niños trabajadores de la calle), lugar donde palpita con más fuerza su corazón. Organización sin fines de lucro que por quince años ha venido mostrando un interés sincero por los infantes pobres y sin un futuro —o sin algún futuro. Alimentación, reforzamientos, artes, becas, pintura, danza y entre otros muchos proyectos.


Por casi 20 años en Nicaragua y cerca de sus dignos 89 años, Rosa Capella ha sido la suma de su vida y experiencias. Amante de niños y de los libros, fiel vegetariana y siempre pendiente de la política. Doña Rosita, como todos le dicen, ha vivido en un eterno presente y eso la mantiene con muchas energías para estar constantemente involucrada en cosas importantes. Se ha dado cuenta que “el miedo es el enemigo de la vida”.

Recién vino de sus vacaciones de fin de año de España; así que pondremos al día las cosas pendientes, me contará de lo visto por aquellos lados y seguramente me preguntará por mi matrimonio. Hablaremos de libros (algo básico en sus conversaciones), un poco de la opinión pública o de cultura en general; de sus niños en NITCA y de la vida. Todo esto cuando algunas frases en inglés o francés se le escapen de su boca.
Pienso en ella como una mujer independiente, joven y con todas las fuerzas del mundo. Me la imagino en blanco y negro por todas esas fotografías que he tenido la dicha de ver. Me la imagino a colores también, en miles de colores. La veo caminando en el norte de EEUU, de donde es también ciudadana. Me la imagino leyendo a Ortega y Gasset o a su amado Pablo Neruda, sentada en alguna banqueta de una rue en París. 
La veo en Inglaterra o en su natal España recibiendo un reconocimiento. La veo rodeada de niños sonriendo y llorando, y me intriga. La veo nostálgica en una soleada  tarde en La Habana.  La veo fuerte y la veo débil. Me doy cuenta que es una mujer que ha vivido mucho y que siempre ha llevado en su corazón una niña a lo largo de todos estos años de duro trabajo.



Visitas dede Octubre/19/2009

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