Dic/01/2016
(Publicado originalmente en NOTICULTURA el 19 de noviembre de 2014)
A la altura del cementerio de Montparnasse, después de hacer una bolita,
Oliveira calculó atentamente y mandó a las adivinas a juntarse con Baudelaire
del otro lado de la tapia, con Devéria, con Aloysius Bertrand, con gentes
dignas…
Me encontraba en
París, Francia a finales del mes de octubre, pasaba unos días con mi esposa por
el aniversario de nuestra boda. De hecho un primer destino muy oportuno por
varias razones. Esta ciudad puede ser vista de diferentes formas: para la
mayoría romántica, para otros impresionante e histórica. París no te deja sin
sabor alguno. Poder recorrer todas esas calles cargadas y grabadas de sucesos,
era para mí como estar leyendo una enciclopedia, como caminar en mi imaginación
o en la información materializada; pero a la vez y a manera de sentimiento
encontrado, era como algo tan normal, relativamente alcanzable.
París y sus lugares
de orgullo nacional se mantienen aun con vida y rebosan de mucha salud, eso
llama la atención. Aunque sabía algo de su historia, no sé por qué pensé
encontrar calles o monumentos con dolencias de la II Guerra Mundial, es decir,
escombros o edificios destruidos. No fue así. París es tan moderno y tan
antiguo a la vez, conservando su pasado y adoptando el futuro. Con una
diversidad cultural en crecimiento es una ciudad nocturna y extremadamente
acelerada.
En algunos de los
días que caminaba en la aceras debajo de esos edificios altos y antiguos,
pensaba en lo mucho que valió la pena que Dietrich von Choltitz, el gobernador
militar alemán, desobedeciera la orden de Hitler de reducir París a escombros
durante la etapa final de la guerra, en los últimos días del dominio nazi.
Valió la pena tratar de conservarla.
En la lista de
lugares a conocer que llevaba en mi bolsillo, escritos en un papel
arrugado, siempre estuvo conocer el famoso cementerio de Montparnasse. No sabía cómo ni cuándo de mi
estadía lo visitaría, pero sí que tenía que dar con él. Después de una semana
de adaptarme al nuevo país y su horario, llegué a las puertas del cementerio.
Eran casi las 6:30 pm de esa tarde y un viento bastante helado rebotada en el
ambiente.
Al llegar al famoso barrio de Montparnasse, a escasos minutos de habernos bajado del metro en la estación Raspail y después de subir al nivel de la calle, caminamos unos pasos y de pronto nos topamos con los muros del cementerio. Estando de pie —en la esquina—, miraba a todo mí alrededor, fue como si el tiempo empezara a correr en cámara lenta. Ese lugar —o esa escena— lo percibí como un sitio desolado y triste, con innumerables autos parqueados a lo largo del Boulevard Edgar Quinet con tope o vista a la torre. Una imagen dramática como sacada de un libro de fotografías de color sepia. A lo mejor se debía a la tarde, al otoño, a la falta de gente a esa hora. Empecé a sentir una leve melancolía pero no sabía por qué.
En todo el
recorrido le comentaba a mi esposa, quizás un tanto emocionado, todo o lo poco
que sabía sobre la vida, obra y tumba del escritor argentino Julio Cortázar.
Ella con una atención tan amorosa que me brindó desde el inicio de nuestra
aventura, sonreía con cada detalle que salía de mi boca. A lo mejor y lo mas
probable, es que ella no compartiera la misma sensación de buscar una tumba
cualquiera, en un cementerio cualquiera, en un barrio cualquiera, de una
persona cualquiera, en un país cualquiera, pero ahí estaba conmigo. El amor se
puede expresar de mil y de otras miles de maneras; esa tarde que encontramos el
cementerio cerrado (y yo un tanto decepcionado porque levemente llegamos
tarde), me dijo: ¡Volvamos mañana, tenemos que encontrar a Julio! Fue toda una
expresión de amor.
Al día siguiente y
después de haber almorzado a la orilla del río Sena y frente a la torre Eiffel
(un momento ilusorio), tomamos el metro con destino a la parada Gaité—al otro costado del cementerio—,
ahora más temprano y seguros que estaría abierto (yo ya había confirmado los
horarios). Esta vez caminé con una tranquilidad ansiosa.
El cementerio
estaba abierto y con cientos de personas recorriéndolo. Había un poco de sol y
no calor, nada de viento y si un poco de frío. El portero que hablaba en
francés, entendía un poco ingles y sonreía al español (aunque dijo que sabía un poquito), muy amable por cierto, preocupado
con que diéramos con el lugar. Nos dio el —o un— mapa del lugar y la numeración
de todas las tumbas famosas. Desde la entrada principal había que caminar
doscientos metros y doblar a la derecha sobre la calle Allée Lenoir, tomar una pequeña
diagonal y encontrar la tumba de mármol donde debía sobresalir un nombre,
alguien sepultado junto a su última esposa, llamada Carol Dunlop.
De una carta a Saúl
Yurkievich, 10 de mayo de 1983, Julio dijo:
“La muerte [de Carol Dunlop] me ha golpeado en lo que más amaba, y no he
sido capaz de levantarme y devolverle el golpe con el mero acto de volver a
vivir. Hay momentos en que lo único que tiene realidad para mí es la tumba de
Carol, donde voy a ver pasar las nubes y el tiempo sin ánimos para nada más”.
Ya me encontraba en el lugar, tenía ubicada la calle y el número de la tumba,
así que sólo era cuestión de llegar. En alguna foto había visto que la tumba
de Julio Cortázar era de color claro y, que a demás no era fácil encontrarla.
Pensé el porqué sería complicado encontrarla entre tantas tumbas. No tenía
sentido.
Antes de dirigirme
a mi destino, pude recorrer el cementerio apreciando e imaginándome las vidas
de los nombres que leía en cada lápida. Siempre me ha llamado poderosamente la
atención como una vida de tantos años se puede resumir en tan poco, en
simplemente dos cifras, en dos partes: (1909-1985), por ejemplo.
![]() |
Génie du sommeil éternel, escultura
de Horace Daillion
|
No encontraba la
tumba de Julio, estaba donde debía estar, pero no la miraba por ningún lado. Di
vueltas, volví, regresé dudando, volví a la calle principal, regresé y nada. No
daba. Ya casi me molestaba o casi me rendía. Muy cerca aprecié a una señora que
estaba acompañada de un joven, supuse su hijo o su nieto, estos no se movían de
esa tumba que no era de mármol claro. Era oscura y con miles de flores viejas
encima, un tanto lóbrega que hasta incluso pasaba desapercibida por mí. Dudé si
podía ser esa. Sinceramente no pensaba encontrar a una persona de avanzada edad
junto a la tumba del escritor de Rayuela. La tumba de Julio me la imaginé
varias veces como llena de jóvenes medio bohemios, con pocas flores y muy a la
vista de todos los que pasaran.
Daba vueltas en
círculo en el entorno donde se suponía que debería estar, ya se había hecho
media hora. Vi de pronto que se acercaba a la tumba donde estaba la señora y el
joven, una familia: papá, mamá, dos hijos, quizás más y a lo mejor no eran en
realidad familia. Seguí dando vueltas. Me sentí tonto y frustrado. Ni modo! me
dije o pensé. Ayer cerrado y hoy no encuentro la tumba que se supone que
debería encontrar.
Ya me daba por
vencido aunque me mantenía en los alrededores.
De pronto una mujer
con una cámara profesional o semi profesional, no sé la diferencia, lentamente
se puso frente a la tumba donde ya se marchaban sus extraños visitantes.
Comenzó a fotografiarla de todos los ángulos y altura posible. Se acercaba y se
alejaba. El click de la cámara sonaba con mucha precisión en cada disparo. Yo
la observaba con curiosidad absoluta, tenía sin duda toda mi atención. Pensé en
acercarme o lo comencé a hacer, quizás para adivinar un poco el resultado de su
trabajo.
Comprendí que esa
tumba por el lapso de la media hora que llevaba dando vueltas, había sido la
única tumba visitada. ¿Por qué no me había acercado? ¿Acaso pensé que no podía
ser la tumba de Cortázar? ¿Porque vi a una anciana? ¿Esperaba que fuera de
color blanco a como la había visto en algunas fotografías? Aunque me parecía
más blanca a medida que me acercaba. ¡Un momento!, Rayuela fue publicada 1963,
la gente que la leyó rondada quizás los 30, los 40 o los 20. Así que cincuenta
años después tenía lógica que una persona o personas mayores se acercaran y
contemplaran la morada de su escritor favorito. Eran los jóvenes de esos años.
Ya estando cerca la
emoción me inundó, en la lápida de mármol se deletreaba el nombre del argentino
muerto hace treinta años. Fue toda una odisea encontrar esa morada, acaso no
pudo ser mejor. Tratar de armar o descifrar su dirección, como si todo hubiese
sido realmente a propósito, un juego, un pequeño truco, como ir saltando, como
ir buscando un tesoro en un mapa perdido. Todo había sido un poco como en las pinturas de Leonora
Carrington, la noche con Talita y la rayuela, unentrecruzamiento de líneas
ignorándose.
Tomé todas las fotos posibles y me disculpé con el fotógrafo por interrumpir la escena de su trabajo. ¡Pas de problème!, me respondió. No podía dejar pasar la oportunidad de hablarle de mi amigo, de leer todas las notas en español —delirante leer español en un sitio francés—, y en otros idiomas que le dejaban; ver las piedras, fotos, flores secas y marchitas junto a un arreglo de margaritas en su memoria. Era el momento.
Me despedí mientras
el cielo hacía un intento por oscurecer y algunos silbatos se escuchan a lo
lejos indicando que pronto cerrarían. Lo último que leí en un borde de la
lápida y debajo de una rayuela incompleta, fueron las palabras de un ecuatoriano:
Cortázar, descansa en paz.
![]() |
JULIO CORTAZAR (1914 – 1984) |
Después de estar un
tiempo me puse de pie, mi esposa me sonrió y me dibujó una sonrisa
perfecta. La tomé de la mano y le dije que era hora de irnos, había sido un día
cansado pero bien aprovechado. Ahora me podía marchar en paz.
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