El Astillero

"Se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias."

-Mario Vargas Llosa-



En el mismo lugar.

BYRON ROSTRAN ARGEÑAL
Diciembre, 14, 2017


Habíamos discutido por alguna razón, ella se marchó y me sentí un poco incómodo para seguirla. Quizás no quería dar mi brazo a torcer y terminar haciendo un espectáculo callejero con ciertos espectadores extraños. La vi alejarse a lo largo de Via della Conciliazione hacia el Castillo de Sant Ángelo, estábamos en la ciudad del Vaticano en Roma, Italia.

Me senté en una banca de concreto y cuando me percaté Lucy había desaparecido entre la distancia y la multitud. Por un momento intenté correr y alcanzarla, pensé que podía perderse, pero luego recorté que ella tiene un muy buen sentido de ubicación en los viajes, en las grandes ciudades. Se dirigiría al hotel y ahí seguramente me iba a esperar. Sopesé la posibilidad que yo fuera el que me perdiera y no ella, realmente estaba confuso por el malentendido. Más aún cuando toqué la bolsa de mí pantalón y sentí las llaves de nuestra habitación.

Nuestra morada en esos días de otoño era un precioso hotel donde a cada inquilino le daban un par de llaves de la puerta principal del edificio, sin ellas no podías acceder ni ir a tu cuarto. Recuerdo que el primer día cuando llegamos desde Stazione Termini, nos esperaba una persona en recepción que la amabilidad era realmente su fuerte. Lo curioso fue, que por los próximos días nunca más la vimos, es más, no vimos a ninguna otra persona en las instalaciones.
Vista del Vaticano desde la Via della Conciliazione.
Llevaba media hora sentado y Lucy no regresaba. Me rodeada una ciudad con una historia increíble la cual siempre soñé conocer y ahí estaba, sentado con una zozobra innecesaria.

Muchos años atrás mi padre me había enseñado o me había dado una recomendación que citaba más o menos así: Cuando andemos en algún lado donde haya una gran multitud, siempre, y recalcaba el “siempre”, deben (para mi hermano y yo) tomarse de mi carga fajas. Es decir, debíamos introducir uno de nuestros dedos en las cintas que asegura la faja o el cinturón de su pantalón. Así que, donde yo me mueva, decía él, ustedes irán conmigo. Todo dependía de no soltarnos. Y si por alguna razón pasaba, debíamos quedarnos en el mismo lugar que nos quedamos. Aunque el bullicio de la gente nos asustara, no debíamos movernos.

Tendría unos 7 u 8 años cuando acompañé a mi papá a la famosa Choluteca en la ciudad de Chinandega en el occidente del país. Era una especie de un mercado callejero a lo largo de varias calles en alguna avenida. Muchos puestos de venta de comida y ropa por doquier. Mi percepción fue de un lugar inmenso, algo nuevo para mí. Como de costumbre sin que mi papá me dijera, lo tomé de su carga fajas y me sentí tan orgulloso cuando de repente me sorprendía con alguna mirada de aprobación.

Por algo de su trabajo andábamos en esa ciudad y por algo que debía llevar a la casa pasamos por esa calle. Creo haber sentido mucho calor y desconcierto en el trayecto; cansancio y hastío por la gente, pero trataba de soportar haciéndome el valiente. Me solté. Algo en un puesto me distrajo o nos detuvimos a comprar un refresco para amortiguar la cara de desesperación que vio mi papá en mi por el calor. A los minutos al emprender de nuevo la marcha, de reojo miré como mi padre se alejaba ¿No se percataba que me estaba dejando? No se marcharía no me dejaría. Seguramente pensó que yo seguía sujeto a su cintura, que estaba soldado a él. Pero se fue.

Me dio pánico, sentí miedo de perderme y quedar en el anonimato. Me quedaría solo, todos se marcharían a sus casas y las calles estarían solitarias al anochecer. Dormiría en las esquinas con los perros y tendría que verme obligado a comer de la basura. Mis padres pondrían anuncios en los periódicos y en las papeletas pegadas en todos los postes mi rostro infantil iría perdiendo color. Mi vida estaba destinada a sufrir. Una angustia sin fin. Estaba desesperado o estaba empezando a desesperarme.

No debía moverme, tenía que quedarme en el mismo lugar que me solté o en el que nunca me agarré, por ninguna razón debía buscarlo, porque eso sólo empeoraría la situación.

Parecieron pasar años, aunque a esa edad no tenía bien definida la noción del tiempo. Miré a todos lados y como rompiendo entre la multitud, mi papá apareció con presteza. Me sonrió y cuando se hubo acercado le dije ansiosamente que había seguido su orden de no moverme del lugar donde me había quedado. ¡Me quedé aquí papá, no me moví! No recuerdo más nada, quizás sólo la sensación de haber obedecido y que ese ejercicio ya en la práctica había funcionado.

Lucy volvió también.

Después de casi 45 minutos de haberse ido o después de no haberla seguido, la vi de pie al girarme después que me había quedado absorto viendo las grandes columnas a todo lo largo de la calle hacia la Piazza San Pietro y la hermosa cúpula de la basílica. Su cara denotaba restos de molestia y toques de tristeza. Creo se sentó a mi lado y dijo: ¡Lo siento! O creo que yo me puse de pie y me acerqué a ella y le dije: ¡Lo siento! O quizás, me dijo que no la seguí, y yo le alegué que ella me había dejado.

—No ando las llaves—, me pareció escucharle.

—No me gustó estar lejos de vos—, me pareció decirle.

Nos tomamos de la mano y nos dirigimos hacia el hotel en la Via Catone.

Operación reptil

BYRON ROSTRAN ARGEÑAL
Abril, 06, 2017

Mi sueño:

El presidente Anastasio Somoza Debayle “Tachito” no terminó redactando ninguna carta en 1979 obligado por los EEUU en la que expresa su renuncia voluntaria. Decidió quedarse en el país, con la excusa de entregarse o entregar el poder de la nación (al pueblo) en pleno acto público. A los sandinistas les pareció la idea, más bien, les fascinó. Y a como estaban los ánimos de odio hacia él, eso era sin duda un suicidio.

No sé lo que yo tenía que ver en ese asunto, pero ahí estaba, cerca de las decisiones que se tomarían, como un gregario un espíritu que presenciaba todo sin ser visto, sin que nadie lo escuchara. Somoza sin duda se notaba muy nervioso y su semblante había desfallecido, estaba temiendo por su vida; pero insistió tanto en dirigirse por última vez a la nación. “Si ellos quieren que entregue el poder, lo entregaré”, estaba decidido.



Todos sus asesores le dijeron que esa decisión era un disparate, que mejor saliera lo más pronto posible del país (a como realmente hizo, cuando lo recogió el helicóptero Sikorski, el que despegó de las instalaciones de la EEBI y aterrizó en la Loma de Tiscapa para recogerlo). Los sandinistas dieron el anuncio y eso se corrió en segundos por las calles, en radios y la televisión.

¡Somoza entregará el poder frente a todos los nicaragüenses!

Rodeado no únicamente de sus escoltas, sino de todos los guerrilleros y chavalos armados, subió a la tarima. Como suele pasar en los sueños, el tiempo es absurdo y veloz. La Plaza de la Revolución estaba a reventar de gente vestida de verdeolivo, barbuda y con un rifle en su mano, se escuchan disparos por todos lados. Sin duda tenía mucho miedo, de hecho estaba temblando, pero quería estar ahí cuando eso sucediera.

Me acerqué lo más que pude y divisé al comandante Ortega con su antigua apariencia, se encontraba al lado de Tomás Borge —ahora enterrado al lado de la tumba de Carlos Fonseca—, entre otros de los que conocí después estudiando la historia. Cientos de personas armadas dispuestas o sin escrúpulos a disparar y matar a quema ropa a quiénes quisieran. En ese momento, creo que todos querían pegarle un tiro a Somoza, desde el más pequeño que pudiera estar equipado, hasta el más anciano. Yo había escuchado un rumor que llegó a mí:

 “Cuando recibamos la orden, todos le disparamos al hijueputa”.

Por supuesto que él no saldría con vida después de dar sus palabras.
La idea: asesinarlo delante de todos, frente a las cámaras, a pleno medio día, con una nube de testigos. Acribillarlo a tiros, dejarlo un completo pazcón. Orinarlo. Escupirlo y si era necesario descuartizarlo. ¿Era el sentir de la nación o sólo de algunos cuantos armados? No lo sé, al parecer sí, pero ese era el ambiente estando ahí en medio de tanta algarabía. Un rencor profundo, un odio unánime.  Todos estaban aleados, incluso cientos de señoras que unos años después las llamarían “madres de mártires”.

Cuando se escuchó los disparos de miles de rifles sobre la humanidad de Somoza mucha gente salió corriendo, entre ellos yo. Corrí sin parar viendo como el viento ondulaba las enormes banderas rojo y negro en los postes de luz. Me detuve tratando de analizar qué era realmente lo que estaba sucediendo. Era un caos total. Había humo por todos lados, como si un vendedor aéreo pasaba en su trasporte en un globo volando por toda esa plaza, soltando gases con olor a pólvora. Esa imagen de quedarme paralizado viendo todo a mí alrededor, por muchos años fue un sueño recurrente, donde incluía entre otros matices, desfile de tanquetas y un ejército marchando por una calle principal.

Al dictador lo habían asesinado a sangre fría. Seguro todos los cachorros se acercaron para rodearlo y tomarse fotos al lado del cuerpo destruido, como cuando se tomaron su Búnker. Ahora sería una celebración total por todos lados. El animal, el perro, estaba muerto y bien muerto para siempre. Ahora sería una Nicaragua libre, un país de ensueño lejos de cualquier dictadura Somocista.



Somoza a la verdad murió acribillado a tiros por Enrique Gorriarán Merlo, un guerrillero argentino, que era algo así como el líder e integrante de la operación que acabo con el Dictador, el cual y de remate, también carbonizado cuando su Mercedez color blanco estalló. Allí quedaron los restos de uno de los hombres más poderosos de Latinoamérica. Con él moría también la dinastía Somoza.

***
La realidad fue que ya en Paraguay, el ex Presidente de Nicaragua, marchaba por la avenida Francisco Franco, su amigo Alfredo Stroessner, le había dado refugio. En el Mercedes Benz en el que viajaba iba a su lado su asesor financiero Joseph Bainitin, conducía César Gallardo. El comando integrado por Enrique Gorriarán Merlo, Hugo Irurzún y Roberto Sánchez lo esperaron con una emboscada planeada por meses —Operación reptil—. Somoza no tenía una rutina fija y se hizo necesario esperarlo cerca de su residencia, que había sido alguna vez la embajada de Sudáfrica. Todas las embajadas en Asunción se encontraban por la zona, también el Ministerio de Defensa, un cuartel del ejército y la Nunciatura, un nido de víboras. Las armas utilizadas fueron: FAL, RPG2, M16.

El primer disparo debía ser con el RPG2 pero se atascó el proyectil. Gorriarán Merlo entonces, ya cruzada la camioneta Cherokee sobre la avenida, descargó los 30 tiros del cargador el M16 al Mercedes, que para su sorpresa no era blindado. La munición del M16 es de 5,56 contra los 7,62 de un FAL, pero alcanza una velocidad tal que produce daños adicionales por presión hidráulica al perforar los tejidos.

La custodia paraguaya abrió fuego desde el Falcón Rojo siendo repelida por los tiros de FAL de Roberto Sánchez, que hacían volar los ladrillos donde impactaban. Irurzún, desde la puerta de la casa que habían alquilado, esperó que Enrique se corriera de la proximidad del vehículo y le disparó con el lanzagranadas antitanque RPG2 (bazuca). La explosión fue tremenda y voló el techo del auto. Casi todo quedó destruido, el motor del auto siguió en marcha —hasta donde tengo entendido, cosa de los Mercedes—. Los cuerpos quedaron carbonizados de tal forma que los forenses reconocieron a Somoza a partir de los pies.


¡En Paraguay recibió un bazucazo al que daba muchos latigazos! 
(José Peña Pérez)



Eso fue el 17 de septiembre de 1980, yo tenía 82 días de nacido.

¿Una bala?

BYRON ROSTRAN ARGEÑAL
Mar/24/2017
Cuando fui niño o cuando empecé a tener cierta conciencia de las cosas, antes del final de la guerra, digamos 1988 o 1987 o 1986, en esa década, nació en mí un miedo que vivió en medio de mis alegrías infantiles. Era un pavor a la muerte, aunque realmente no tuviera la certeza de lo que significaba esa palabra o ese hecho. Más que miedo a la muerte —una probabilidad irreal pero muy real para mí—, el de poder ser asesinado por alguna bala perdida o por una ráfaga proveniente de armas de fuego. Que los militares pasaran por la calle encima de sus camiones y de repente me dispararan sin compasión. De hecho siempre tenía o quizás tengo una idea recurrente, una idea que no me dejó tranquilo por mucho tiempo. Es algo que no se apartaba, que no se alejaba.
(Victorious Sandinistas, entering Managua, Nicaragua 79).
La idea:
Siempre estoy en peligro y recibo el impacto de una bala. Es caliente y duele, pero no muero, nunca muero, siempre agonizo por el dolor. Pronto moriré, pienso, pero no lo acepto. Camino de arrastras, me persiguen y no sé por qué me persiguen ni quiénes lo hacen. Huyo, corro muy rápido, lo intento o únicamente lo pienso. Me aferro a que no puedo estar herido y avanzar. Pronto caeré y veré los últimos segundos de mi vida pasar, desvanecerse, muriendo sin saber la verdadera razón del por qué hicieron eso. Siento morir, pero nunca muero. Siento dolor, mucho dolor y no me puedo moverme. Ahora que el dolor está latiendo allí, ya no cesará. Empezar es para el dolor su único fin, solo tendrá ese.

 Es así como puedo describirlo, es la imagen que tengo. Sensaciones y olores. Sensación: miedo. Olor: pólvora. Pavor: balas. Es extraño como un olor puede hacerte recordar un momento o a una persona, como incluso los colores y, en cualquier instante donde puedas volver a sentirlo o verlo te traslada a esa escena. Verde, es verdeolivo, el de los piricuacos.

Detenido por una bala


BYRON ROSTRAN ARGEÑAL
Feb/02/2017

(PUBLICADO ORIGINALMENTE EL NOTICULTURA, ABRIL, 09,2015) 

Habíamos pasado unos días algo apresurados en Londres, Inglaterra conociendo los lugares indispensables, realmente bellos. Desde siempre o desde que tuvimos intención de visitar esta ciudad, supe que me gustaría mucho. Digo “días apresurados” no porque no los haya disfrutado, sino porque debíamos cumplir con el itinerario programado. Llegábamos de Francia y habían sido días intensos.

Cuando bajamos en la terminal 5 del Heathrow, en un vuelo bastante rápido por British Airways, lo primero sin duda, ubicarnos para saber exactamente dónde debíamos dirigirnos. El destino por los próximos días sería  la reconfortante y tranquila zona de Clapham Common South. Compramos los tickets del Underground  y cambiamos dinero: de euros a libras. Viva La Reina! Abordamos la línea morada “Piccadilly” con destino a King´s Cross St. Pancras Station y, de ahí tomamos la línea negra “Northern” al sur de la ciudad. Un metro lento (París es una locura y la red de transporte casi una telaraña); esto me dio la oportunidad de tranquilizarme y de apreciar el recorrido.

Veinte libras esterlinas (£20)
Gente bastante elegante y relajada. Sus rostros denotaban facciones finas, apariencia de ir con presteza a un lugar importante, pero con relativa pasividad. Aparentan ver a todos, pero realmente no ven a nadie. Manteniendo, por supuesto, su resaltado acento inglés, en lo que podía percibir del susurro de sus conversaciones. Pero sobretodo y lo que llamó poderosamente mi atención fue que,  los londinenses, siempre parecen portar algo que leer: un libro o  un pequeño diario local. Gente que lee y que lee mucho. Esto me gustó.
En otra ocasión tomaré tiempo para contarles uno que otro detalle de la bella ciudad real, con sus puentes, cabinas telefónicas, su río Sena, el Golden Eye, su Big Ben, museos, sus routemasters, jardines y arquitectura clásica.
Lo sorprendente de estas ciudades europeas es que han mantenido sus edificios y diseños a través de los largos años de la historia, expandidas con lógica. No como  Managua, reconstruida al garete, donde mejor le parezca al ojo humano. Aunque tal vez sea más correcto decir que la capital está siendo re-imaginada, como una versión de sí misma en la que toda esa desagradable historia reciente jamás hubiera ocurrido.
Al terminar nuestro tiempo en Londres, nos dirigimos al aeropuerto para salir a Roma, habíamos llegado con las completas, el metro no fue el correcto y con escasos 40 o 30 minutos para llegar nos tuvimos que bajar porque se dirigía otro sitio. Buscamos un taxi desesperadamente temiendo que el vuelo nos dejara. Las £22 que costó valieron mucho la pena ya que llegamos cuando cerraban el gate; de hecho, ya lo habían cerrado después que hicimos el “check in” casi apurando al recepcionista. No nos querían dejar entrar. Algo nos había atrasado! alegamos. Llamaron por radio verificando nuestros tickets. Discutieron entre ellos y como no habían abordado, nos dejaron entrar. Abran la puerta!  Entramos con ansiedad y sonriendo. Ya dentro, en la bandas de rayos X mi mochila activó la alarma, el detector empezó a gritar estrepitosamente. Fue un caos total. Todos miraban, me miraban, yo pensaba en el vuelo que nos dejaría o la distancia a recorrer desde esa revisión hasta la puerta de abordaje. (Las distancias en esos aeropuertos son enormes). Me preocupaba perder el viaje, pero también pensaba en lo que pudiera haber en mi mochila, eso que estuviera causando tanto escándalo. Hice un recuento mental, pero no encontré nada. De pronto me preocupaba lo que pudieran pensar de mí, aunque no conociera a nadie en ese inmenso hangár.
Llegaron los refuerzos, otros oficiales. Se juntaron como tres o cinco personas en un segundo y sus rostros serios demostraban autoridad para  revisar cada cosa de mi maleta. De pronto sentí que habían descubierto no sé qué. Imaginé siendo un terrorista cargado de explosivos dispuesto a morir junto con los miles que se encontraban a esa hora. Fue sumamente incómodo. Una oficial con guantes de latex en sus manos inició el saqueo, yo miraba sus manos  un tanto incrédulo, porque el movimiento de sus brazos parecían haber tenido un ensayo previo, pero con extremada calma. Mi esposa me decía con su mirada que ya estábamos perdidos y sin vuelo. Nos preguntaron de dónde veníamos, a dónde nos dirigíamos y sobretodo, qué podía ser lo que activaba el sensor. La mochila la llevaba al tope de cosas: audífonos, tablet, ropa, recuerdos, laptop, zapatos; así que lo que me costó acomodar sin duda me costaría volver a guardar.
Sacaron casi todo lo que contenía y al pasarla de nuevo, el sensor volvió a sonar con más fuerza, o eso me pareció. Por radio llamaron para confirmarnos que nuestro vuelo estaba o seguía retrasado y que al parecer había tiempo de llegar, esa noticia hizo intento de tranquilizarme. El oficial sentado junto a la pantalla de escáner decía o susurraba que lo que parecía contener mi equipaje era una bala. ¿Un bala?, dijo mi esposa; no había lógica alguna. Una bala era el tema, una bala era el problema, una bala era la causa. Sus miradas me acusaban y yo me desconcertaba más.
Las risas se soltaron cuando uno de ellos al revisar en uno de los compartimientos detectó que la “bala” era un pito o un silbato, algo que las mochilas Totto siempre traen y que yo al parecer nunca quité ni me percaté. Nos pidieron disculpas e imitaron ayudarme a volver todas las cosas a su lugar, en esta ocasión, todo pareció quedar desahogado.

Nos fuimos de esa zona cansados y fastidiados. No perdimos el vuelo por un inesperado retraso, un nuevo destino faltaba, Roma nos esperaba.

Vista de la ciudad de Londres,

Abordamos sin mucho ánimo y sin decirnos una sola palabra. Esa odisea fue una eternidad de unos veinte minutos, que en ese momento parecieron más. Me senté junto a la ventana tratando de reflexionar qué o el porqué de todo eso. Imaginé con una pequeña dosis de morbo lo que hubiera pasado si realmente esa bala estuviese viajando en mi mochila. Nos elevábamos mientras el Tower Bridge se hacía cada vez más pequeño.

Visitas dede Octubre/19/2009

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