El Astillero

"Se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias."

-Mario Vargas Llosa-



John Mayer (Instrumental) - Recording session


Participé en la grabación de una canción con Mostly Empty, tocando la batería junto con buenos amigos. La experiencia ha sido muy gratificante: volver a estar con las baquetas en un estudio y con el instrumento que tantas alegrías me ha dado.

Este video es de la sesión instrumental de la canción “Rosie”.


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También puedes ver el video completo de “Rosie” con toda la banda.

John Mayer - Rosie (Lockdown Cover)

https://youtu.be/c2SMAVyCnmg


Quimera

14 AGOSTO 2020


Sentado en el segundo escalón de miajas de baldosas, a la entrada de la botica, se encontraba despertando de un sueño largo y profundo, sosteniendo en su mano derecha una nota escrita a mano. Entre medio de sus dos piernas, en el suelo, se equilibraba un frasco de cerezas importadas que el día anterior había tomado de los anaqueles del supermercado. La novedad del día le cayó como balde de agua fría. No sabía si era real o parte de ese sueño que, según él, duraría hasta la muerte.

«Lo más absurdo de todo es que yo la hubiese hecho muy feliz», pensó, mientras empuñaba entre sus dedos el papel opalino que dejaba entrever, en mayúscula, la quinta letra del alfabeto dibujada con evidente esmero.

Armando Rodríguez era un ser apagado por los años y el peso de la vida. Apenas días atrás su semblante retomó un tono limado y bruñido. El lustre de sus ojos, color esputo cetrino, apareció nuevamente de forma fugaz y repentina. Sus quejas constantes por la apatía de su esposa y la frivolidad inerte del lecho nupcial fueron disminuyendo por todo lo que en su vida acontecía.

Veinticinco años de matrimonio con María Elena pesaban igual que un yunque. Los recuerdos de su juventud se agolpaban de vez en vez, y un pensamiento recurrente martillaba constante el tabique de su mente: «Si tan solo mi vida fuese diferente».

Nunca logró graduarse. La sola idea de que iba a ser padre a los 22 años cambió por completo el rumbo de su vida y, como él lo decía, «truncó su meta» de ser ingeniero. Hoy ese tranque lo había hecho abuelo dos veces y pretendía hacerlo una vez más, pese a las constantes amenazas y advertencias de su parte.

Una tarde, cumpliendo el ciclo aciago de su vida, rumbo a su casa, recibió la peor llamada del día.

—Armando, recordá pasar por la farmacia… ¡Aló, aló! ¿Qué te pasa? ¡¿Por qué no me contestás?! —increpó de manera altisonante la voz al otro lado de la línea telefónica.

—Aquí estoy… Lo que pasa es que voy conduciendo. ¿Ahora qué querés?

—Ya te dije que los sofocos son insoportables y el doctor me mandó a tomar gabapentina.

—Eso se las dan a las locas —balbució Armando entre dientes.

—¿Qué dijiste?

—Nada, yo te la llevo.

Colgó y respiró profundo, con alivio desmedido de no seguir escuchando esa voz que lo irritaba a diario.

Faltaba poco para llegar a casa y pensó en regresar en busca de la encomienda, pero recordó que en una calle alterna, que pasaba a diario con la intención cándida de ver a una exnovia, le pareció divisar una despensa de medicamentos. Se detuvo en la droguería y entró.

Al subir las dos gradas del local, caminó con cuidado de no tropezar.

«Creo que le falta más luz», pensó, mientras observaba el caliche mezclado con pedazos de pisos multicolores que adornaban el suelo de concreto.

—Buenas tardes.

—Hola, buenas tardes… ¿En qué le puedo ayudar?

Una voz dulce, casi angelical, se asomaba a través de una diminuta ventanilla de vinil claro. Era una jovencita de tez blanca, con labios rosa acuarela.

«¡Por Dios santo! ¡Qué muchacha más linda!», pensó.

—Sí, claro —le dijo con voz ronca y varonil—. Necesito una medicina. Se llama gaba…, gabapentina.

—Déjeme ver si hay.

La joven giró y dejó ver su hermosa figura de Artemisa. Su cabello largo y brillante rozaba el borde de sus caderas. El contoneo de su cuerpo parecía hacerla flotar entre las cajas y los estantes apilados en orden incoherente.

Armando no tenía gusto por mujeres menores, pero ella era distinta. Su olor inundaba el negocio y su dominio en la escena era histriónico. Por un instante no sabía cómo actuar: sus manos empezaron a sudar y su voz empezó a aflautarse cual puberto en etapa hormonal.

—Disculpe, ¿cuánto le debo? —silbó su voz.

—¿Se encuentra bien? Parece que le va a dar gripe —le dijo la fémina, mientras empacaba el blíster de pastillas.

—Creo que a mi edad cualquier aire frío causa daño —articuló con la voz compuesta.

—Pero si usted está joven… Creo que no llega ni a los treinta, ¿verdad? —manifestó luego de humedecer con su lengua el labio superior.

Tal imagen irreal le pareció electrizante. No supo qué responder. Se quedó en silencio, en espera del paquete.

—Puedo recomendarle unas vitaminas, si gusta. Además, se ve que hace ejercicio.

La diosa que le hablaba lo tenía petrificado, al igual que años atrás, cuando en una época distinta y en circunstancias similares había percibido la misma emoción.

 

***

Ese viernes de junio, un retraso repentino de quince minutos lo obligó a correr más de lo habitual para tomar el autobús que lo llevaría a la universidad. Entre empujones y gritos lo primero que vio al entrar fue la mano extendida del chofer pidiendo el pasaje. Abriéndose paso entre los olores corporales que emanaban vapores acéticos, propios de la hora y de la evidente carencia de aseo personal, avanzó hasta encontrar un espacio junto a una figura de cabello rizado color almendra. Las miradas de ambos chocaron y rebotaron por inercia o por vergüenza. Desde ese momento se aficionó por aquella extraña. Nunca le habló, pero siempre calibraba su reloj de pulsera con un retraso de un cuarto de hora, todos los viernes, para admirar de forma anónima aquella belleza platónica que tremolaba a su lado.

Ahora era distinto: la ingenuidad y la juventud ya no formaban parte de su vida. El tiempo se acababa cual contacto ligero de la arena que pasa a través del huraco que divide las cápsulas del reloj.

Pensó en preguntar su nombre, pero rápidamente notó un gafete metálico en la blusa, justo a la altura de su pecho izquierdo. «Ema»: su nombre era Ema.

—Gracias, Ema, sos muy amable.

La miró fijamente a los ojos con el propósito de intimidarla, mientras recibía al instante las pastillas y el cambio.

La dependiente sostuvo la mirada y notó la intención del cliente foráneo. Respondió el reto con una sutil sonrisa. La mano de Armando logró escasamente rosar los dedos de ella y advirtió la suavidad cremosa de su piel.

Se enamoró nuevamente, por tercera vez en su vida, al igual que esa tarde calurosa mientras luchaba por sobrevivir en el transporte público de la capital, rumbo a una clase que nunca logró culminar por injusticias del azar.

Salió de aquel sitio con la imagen clavada de la joven que respondió a su ojeada coqueta. Antes de subir a su vehículo, un Toyota 89 que apenas podía transportarlo, volvió su cabeza a la puerta, pero lo distrajo el color diluido de la pintura en la pared y un marbete que avisaba una promoción de megas ilimitados y saldos extras.

Esa noche durmió apaciblemente envuelto en el recuerdo de la piel de Ema, hasta que la luz del sol tocó su ventana. Despertó con mejor ánimo. La queja matutina de María Elena, su mujer, y el desprecio creciente que sentía por ella no parecían molestarlo. Solo quería acabar su jornada laboral de ocho horas y pasar por el mismo lugar. Muy dentro suyo albergaba la esperanza de ver nuevamente la sombra casi irreal de la chiquilla que correspondía a los juegos de un desconocido.

A las 6:30 de la tarde detuvo su bólido a la entrada del quiosco, entró con paso firme y con voz de locutor vespertino dijo:

—Muy buenas tardes.

Una mujer horrorosa de piel canela y lentes ridículos irrumpió su saludo efusivo.

—Favor, espere su turno. Se le atenderá en un momento.

En ese instante se percató de que estaba siendo atendida una señora gorda con evidente nivel de precariedad, que al parecer tenía de mal humor a la dependiente de turno. Buscó por cada rincón del lugar a la damisela de sus sueños, y no la encontró.

No tenía en mente qué comprar, ni siquiera tenía una excusa para llegar ahí. Pensó entonces que se le ocurriría algo cuando estuviera frente a ella, pero su musa no estaba a la vista.

«¿Qué compro ahora? ¡Ya sé! ¡La gabapentina!», pensó.

Tuvo temor de que creyeran que vivía con una loca, pero al fin y al cabo era cierto. Él consideraba que, al paso en que iba María Elena, era cuestión de tiempo para llevarla a un sanatorio, pues estaba harto de ella.

Por segundo día consecutivo salió del lugar, pero esta vez el sinsabor que llevaba era evidente. Al bajar, una aparición espectral flotaba hacia él. Era Ema, que con paso firme se acercaba. Los muslos y caderas pintadas de blanco por la talla de su pantalón, bailando al compás de cada paso, provocaban la sensación de un carnaval de flores. Armando vibró en su ser; era simplemente espectacular la imagen, de la cual el crepúsculo también era testigo.

No dudó en saludarla con alegría desmedida.

—¡Holaaaaa!, ¿qué tal? Pensé que no estaba… —le dijo con una familiaridad que hizo asustar a la joven, que al verlo no supo qué responder. Armando amagó un morreo dirigido a la mejilla, propio de la cordialidad de un conocido, lo que Ema rechazó al instante.

—Adiós —respondió ella.

Ema dio un salto sobre los peldaños, con notoria agilidad y rapidez.

Armando, apenado, no tuvo más remedio que montar su coche y correr veloz a su hogar, no sin antes notar que, extrañamente, la joven desde dentro lo observaba y esbozaba una expresión de curiosidad por aquel hombre con señal de calvicie incipiente y ojos verdes.

Esa noche el insomnio tomó refugio en su cama. Seguro que la vida no daba terceras oportunidades. A las dos de la mañana, mientras su acompañante inerte de al lado gemía y se quejaba del calor, se propuso enamorar a su nueva dueña que se introdujo sin permiso.

El rito vespertino de pasar por el mismo lugar, a la misma hora, se volvió habitual. En un corto tiempo se convirtió en cliente asiduo de la farmacia. La familiaridad con que hablaba y las bromas que hacía eran correspondidas tanto por la clientela como por la propia Ema.

Durante dos semanas conoció los gustos personales de su amada. Supo que suspiraba por los rosáceos azules, teñidos por medio de hibridación convencional, cuyo color simboliza el misterio de alcanzar lo imposible. Adoraba los chocolates, pero aquellos obscuros y amargos, matizados en estela de negro basalto, pues de ellos se obtenía más flavonoide que de cualquier otro alimento rico en antioxidante. Entre risas y bromas reconoció el amor de ella por las cerezas y que prefería comerlas directas del frasco.

—Sos todo un caso —repetía a cada instante, ante las ocurrencias del admirador.

—Un caso perdido —respondía él siempre a esa frase, que se había vuelto cómplice de ambos.

Él, por su parte, abrió su más entrañable frustración: comentaba sin resentimiento el sueño truncado de ser ingeniero, la lucha perdida por impedir ser abuelo tan pronto y el odio acumulado por su cónyuge, que, debido al proceso natural, propio de la edad, cavó una zanja profunda entre uno y el otro.

Cada vez que podía desbordaba un piropo grácil hacia ella, quien le respondía sin pudor y de forma directa. Armando entendió que los dos estaban claros de lo que sentían y que su plan estaba funcionando. Se imaginaba una vida libre de la arpía que lo acechaba y hostigaba diario en su casa, con los problemas propios de la edad.

«Cuarenta y siete años son apenas el comienzo de una vida», reflexionó en silencio, mientras plasmaba con su diestra, en la rigidez de una hoja, un verso del poeta danés Charles Marine. Testigo de esa complicidad, reposaba en su mesa un bote diáfano de material cerámico y amorfo que contenía un líquido rojizo profundo y vivo, comprado el día anterior.

«Hoy la voy a ver. Hoy le voy a decir lo que siento y la quimera jodida que me atormenta se va a disipar», susurró en su mente. Asió en sus manos el poema y las frutillas encurtidas, con la determinación de que su vida cambiaría por completo esa tarde de septiembre.

El día era perfecto, cirros blancos pintaban el cielo azul, nada podría salir mal. Se arregló como nunca. Su perfume escandaloso, marcado por las notas balsámicas de salida, proyectaban un rastro personal de bases monolíticas.

Con la seguridad que solo un hombre enamorado suele tener, se dirigió firme y sereno a la puerta del negocio cuasi informal. Entró medio cantando y recitando el verso recién transcrito. El silencio que envolvía el lugar se eclipsó con su voz sonora.

—Buenos días, ¿se encuentra Ema?

Sorprendida la hortera que atendía, lo miró con fastidio y desdén.

—¡Don Armando!, ¿qué hace aquí tan temprano y en día sábado? —replicó con curiosidad al ver en su mano un bote de vidrio y una hoja imperfectamente doblada.

—Emita no está. Se nos casa hoy —expuso con frivolidad y un toque de burla—. ¿Acaso no sabía? Es más, yo supuse que usted sería invitado…

La sensación que le recorría de manera súbita lo dejó inmóvil. Reaccionando al efecto del sopor provocado por el golpe del suceso, retornó en sus pasos. Desplomándose en sus ancas sobre la rampa discordante de la entrada, asentó el vaso de cerezas entre sus piernas y recordó el verso empuñado en su mano:

«¡Quisiera ser un sueño,

muy largo y profundo, un sueño que durara hasta la muerte!».



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También puedes leer otro relato del autor: "Dos onzas".

http://rostran.blogspot.com/2020/07/dos-onzas.html


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