Era
la tercera vez que Mario se levantaba esa noche. El sobrepeso acumulado a
través de los meses, sumado a su padecimiento crónico de reflujo gástrico, no lo
dejaba conciliar el sueño con facilidad. Esta vez había dejado encendida la luz
del quinqué que reposaba sobre el aparador, para evitar lo sucedido el día
anterior, cuando tropezó con un zapato de agujetas de cuero negro y derramó la
leche sobre el piso laminado.
Apenas
unos escasos metros lo separaban del llanto que interrumpió su frágil sueño.
Dio un pequeño salto para incorporarse erguido al borde de su cama: tres pasos
bastaron para llegar a la cuna de pino curado. Aún se sentía en el cuarto el
olor de barniz barato, pues apenas una semana atrás éste se había aplicado
sobre la beta pulida del esqueleto de madera.
—Dios
santo —dijo—, aquí vamos de nuevo.
Un
sollozo temeroso se asomaba entre las sábanas grises del dosel. Envuelto y
lúcido, se dibujaba desde el fondo un pequeñín de piel morena, ojos grandes y
alma rota. Mario no dudó en sonreír al verlo, pues le parecía gracioso cómo el
gorrito le tapaba el rostro en su lucha casi imposible por librarse.
—Vos
sí que sos necio, chavalito —entre risa y enojo—. ¿Ahora qué tenés? ¿No te
podés dormir de una vez por todas?
Mientras
el padre quitaba el obstáculo del diminuto rostro, el cuerpecito se llenó de
estupor con el roce helado de las manos que lo libraban de la venda de sus
ojos. Un espasmo súbito lo llenó de los pies a la cabeza. Era un temor
justificado, como alertando lo que iba pasar.
Buscó
un pámper entre la cómoda de plástico, ofertada en cuotas semanales por un
desconocido que era famoso en todo el barrio, pero no atinaba dónde
encontrarlo. Empezó a desesperarse en la penumbra del cuarto, pues la luz que
irradiaba la lámpara negra de cuello flexible era escasa.
«Debí
cambiar el foco a uno de mayor intensidad», pensó él, mientras sacaba las
toallas húmedas del bolso, que semanas antes se había preparado para «no correr
a última hora», como lo decía ella, y tener todo al alcance. En eso recordó que
Mara, su esposa, le advirtió con voz de orden de ineludible cumplimiento que
todo debía estar en la tercera gaveta.
—Oh,
sí, es cierto, aquí están —exclamó.
Tomó
al niño con la escaza experiencia de padre primerizo y empezó a desabrochar el
mameluco.
—¡¿Cómo
quito esto, Dios mío?"
Al
desceñir cada prendedor, la habitación se llenaba de un sutil pero rancio aroma
fétido. El tinte color mostaza manchó no sólo la espalda, sino que logró
traspasar y alcanzar las sábanas que cubría el colchón de la camita.
—Tan
caro este colchón y ya lo ensuciaste…
Pensó en ese momento que mejor hubiese comprado aquel jergón, mucho más barato, que le había ofrecido el semanero, pero que pasó por alto a solicitud de Mara, que quería lo mejor para su primer hijo.
Los
recuerdos de Mara se agolparon en ese instante. Miró de soslayo hacia la cama y
le pareció ver la figura inerte mantenida por un respirador, llena de cables y
mangueras a su alrededor. Sacudió la cabeza y la imagen nítida de las almohadas
y la cama vacía apareció nuevamente en la escena de aquella alcoba oscura y
fría.
Mara
fue su mujer estrella. La conoció una tarde en la universidad, mientras él
recorría los pasillos en busca de un encuentro furtivo. Fue cuando la miró
sentada sola en una banqueta de concreto leyendo las notas de sus clases previo
a un examen. Una joven de ojos grandes, color ámbar traslúcido, cabello castaño
con destellos avellana.
—Es
malo estudiar previo a cualquier examen —le dijo con un tono burlesco y lleno
de confianza característico en aquellos días.
Mara
observó la figura escuálida y llena de confianza del joven desconocido que le
hablaba y, con la autoridad que le caracterizó hasta el último día de su vida,
le dijo:
—¿Acaso
yo te he preguntado algo? —increpándole con una sonrisa.
—Hola,
soy Mario, estudio mi último año de la carrera de leyes. Te puedo ayudar, si
gustás.
«No
es un Brat Pitt», pensó ella, «pero tiene una sonrisa linda».
—Un
abogado, ¿qué sabe de molaridad y de tabla periódica? —exclamó, al mismo tiempo
que explotaba de sus labios una carcajada.
—Te
asustaría saber lo que sé… —mientras se sentaba junto a ella y le miraba
fijamente el lunar ubicado estratégicamente en el labio superior, que parecía
haber sido pintado bajo la técnica barroca de óleo sobre tela.
Mara
dejó sus notas a un lado del bloque de concreto, prestando atención a aquel
joven de cabello negro, ojos inexpresivos, labios carnosos y húmedos. La tarde
cómplice de ambos susurraba un aire leve que constantemente incitaba al cabello
a acariciar el rostro de la joven que inútilmente trataba de acomodar.
En
ese momento comenzó una conversación intensa, llena de picardía y doble
sentido. El ambiente se llenó de seducción, risas y confidencias. Dos perfectos
desconocidos hicieron «clic» una tarde de noviembre en los jardines descuidados
de la casa de estudios superiores de ambos.
Seis
meses después se casaron en una improvisada ceremonia en la casa de los padres
de ella. El niño gestado en su vientre apenas se empezaba a notar en el abdomen
semiabultado que pasaba casi desapercibido.
Se
acomodaron en una hermosa habitación de paredes altas, techo falso de un
acabado poco perfecto. Las paredes pintadas en color gris claro, el piso
laminado color caoba instalado en forma diametralmente opuesta a la baldosa
oculta. Junto a la puerta de la habitación, un pasillo estrecho conectaba con
un minúsculo baño, ideal para los dos. Los padres de ella no objetaron que la
pareja iniciara su vida conyugal bajo su techo.
En
una esquina del cuarto decidieron acomodar todo lo destinado para el fruto de
su amor: el pequeño vástago, que nacería a mediados del mes de agosto, no
tendría que pasar penurias. Mara, que era una mujer metódica y precavida, no
dejó nada al azar. La cuna fue escogida por ella; también el color, el diseño y
hasta la doble capa de laca puesta apenas un día antes del nacimiento repentino
del pequeño.
La
arcaica costumbre de poner los nombres de sus padres a los hijos le parecía
ridículo a ella. La discusión no duró mucho.
—¡Qué
ganas de poner el mismo nombre que vos tenés! Si fuera niña, no le pondría Mara
—lo decía mientras doblaba y acomodaba la ropa que había recibido de regalo en
el baby shower, el día anterior.
—A
mí me gusta mi nombre —le dijo él mientras luchaba por meterse su zapato
izquierdo sin desamarrar el cordón.
—¡Vas
a dañar el zapato! —le gritó ya molesta ella.
—Pero
¿por qué te enojás? Sólo porque quiero que mi hijo lleve mi nombre...
—Vos
sos loco. ¿Qué tiene que ver tu nombre con que no tengás manera de hacer las
cosa?
—Okey,
pongámosle «Maro», para que estés feliz —esbozando la sonrisa que la derretía a
ella cada vez que lo miraba.
—Ve…,
pensándolo bien, no suena mal —mientras cerraba la tercera gaveta de un golpe.
—Mirá.
Ya dejé todo ordenado en el bolso y recordá que en esta gaveta están los pampers
—señalando con la mano cada una de las instrucciones dadas al esposo que casi
no prestaba atención porque la lucha con el zapato negro se había tornado violenta.
—¡Ya
sé! —exclamó, mientras vencía en su lucha titánica con el pie derecho—. Combinemos
nuestros nombres. Puede llamarse «Marimar».
—Sólo
locuras decís… —balbuceó ella entre las risas estrepitosas de ambos.
Al unísono, un decibel de carcajada inundó la habitación y se fundió entre las paredes de tabla yeso que ocultaban la sonoridad de la mañana. Las miradas furtivas se juntaron en punto ciego del vacío, como la primera vez en aquella banqueta de cemento pintado de bronce oscuro. Bajo la luz del sol que se asomaba esa mañana, se amaron como la primera vez, bajo las sábanas blancas recién dobladas.
***
Abrió
el tarro de aluminio; el polvo blanco con aroma a vainilla le traía recuerdos
cuando de niño se escabullía para robar apenas unas cucharadas de leche Klim. Una
tarde, tras esconderse contra la puerta de la cocina, casi se ahoga cuando al
oír los pasos en el corredor pensó que lo pillaban y por su puesto lo azotarían
como castigo por hurtar leche y comerla a secas.
Mara
no tenía pensado darle formula química al bebé. Ella, gracias a sus estudios
universitarios, era fiel defensora de la leche materna, de los beneficios que
tiene ésta para el desarrollo cognitivo, el tracto digestivo y la inmunidad de
las que, de manera beneficiosa, decía ella, un niño se nutre. Pero Mara no
estaba, se había ido.
En
ese lúgubre espacio sólo estaban los dos. Un despojo de hombre y un infante de
apenas días de nacido que cada dos horas requería de cambio y una dosis de dos
onzas de sucedáneo, todo eso indicado por el pediatra en la epicrisis de salida
del hospital.
Mara
murió un 13 de agosto, el mismo día en que dio a luz a Mario Sebastián. Sufrió,
según el dictamen médico, un shock hipovolémico grado IV, causado por una
atonía uterina. Mario Sebastián pesó 3,400 gramos. Según contó Mario a sus
familiares, el niño presentó fiebre de 38°C al nacer y tuvo que pasar cuarenta
y ocho horas en observación.
«La
paciente luchó por su vida hasta el último instante», comentó la administración
del hospital. Antes de desangrarse de manera repentina en la sala del
quirófano, Mara logró escuchar decir al personal médico que su hijo no lloraba,
apenas si se quejaba. Al parecer el niño estaba más consciente de su alrededor
de lo que parecía.
Mara
se angustió y preguntaba:
—¿Qué
pasa?, ¿qué tiene el niño? Doctor, dígame qué pasa —gritó desesperada.
Mientras
Mario recorría los pasillos afuera del quirófano sin tener respuesta alguna de
lo que sucedía adentro, empezó a preocuparse cuando vio entrar mucha gente al
quirófano. Termos refrigerados entraban y salían. Corrían agolpados por la
escena que adentro se libraba.
Apenas
alcanzó a escuchar:
—Clave
roja, es una clave roja.
«¡Por
Dios santo!», pensó, «¿qué es una clave roja?».
Un
joven de aspecto frágil, lentes de marco de carey, piyama celeste y zapatos Crocs
tuvo compasión del joven padre que esperaba en el suelo del pasillo a punto de
llorar. Se acercó y sin mediar palabra alguna le tocó el hombro y con voz quebrada
y poco segura le dijo:
—Tenga
paciencia.
Esas
palabras, en vez de provocar tranquilidad, causaron la sensación de fuego en el
pecho que le oprimía.
La noticia de la muerte de su esposa y la realidad nueva de criar un hijo solo no fueron fáciles de entender hasta esa noche del 20 de agosto, cuando por quinta vez volvía a despertar por el llanto del niño pidiendo ser alimentado.
Entre
el olor a orina y pañales sucios acumulado por varias noches de desvelo, Mario
caminó a tientas hacia la cuna, cogió a su hijo en brazos y lo sacudió
fuertemente.
—¡Por
Dios santo! Dormite de una vez y dejá de molestar —le increpó con violencia.
El
bebé guardó silencio y, en una pausa casi hipnótica, desató un alarido que
resonaba en cada esquina y regresaba como eco de mayor intensidad a sus oídos.
—No
entendés que nos dejó, que no cumplió su promesa de estar con nosotros siempre.
No está, se fue, murió y no volverá. Sé un hombre y dejá de llorar.
Una
brisa leve golpeaba la ventana y la luz de sol se asomaba tímidamente por el
horizonte.
Le hizo por enésima vez dos oncitas del líquido espeso y blanco en el biberón y se la dio a tomar. El pequeño Mario Sebastián se acurrucó en el regazo de su padre y esbozó una sonrisa de placer luego de sacar el cólico que tenía atravesado y le causaba dolor.
Mario
miró fijamente el rostro de su hijo y por primera vez notó que tenía un lunar
idéntico al de su madre, con la misma técnica y tinte de aceite que pintaban
los artistas del siglo XVI. Lo miró un poco más y lo acarició suavemente y con
ternura. Lo envolvió de tal manera que no pasara frío con aquella frazada de
algodón aterciopelada, que le encantaba a Mara y que deseaba usar al salir del
hospital junto con su hijo en brazos. Lo apretó en su pecho para dormirlo. El
niño sintió por primera vez el calor de su padre y el amor ausente de su madre.
Lo
ciñó fuerte contra su pecho sin percatarse de que parte de la manta cubría su
rostro. El sueño era tan denso y pesado que él mismo quedó noqueado en la silla
mecedora que rechinaba con cada balanceo. Despertó cuando sintió el calor de la
mañana que entraba por la ventana. El sudor que recorría el antebrazo
adormecido le causó un poco de asco. Extrañamente no se sentía cansado, al
parecer habría recobrado las fuerzas. Se levantó con mucho cuidado para no
despertar al niño, lo colocó en la cuna en posición fetal. La cianosis
característica de ese evento era evidente. Le llamó la atención el tono azulado
de los labios del niño y la quietud inerte de su cuerpo. Quitó la manta de su
rostro y fue en ese momento que supo que Mario Sebastián de apenas ocho días de
nacido había muerto en sus propios brazos producto de asfixia involuntaria.
No
pudo contener el espanto: transitó de reversa de forma abrupta. Lo tocó y
repetía su nombre una y otra vez, como si al hacerlo podría recobrarle la
conciencia.
—¡Mario
Sebastián, despertá, despertá!
El
niño, con un extraño, pero apacible sosiego, transmitía una calma pulcra y
angelical.
Mario
se sentó en el piso, impávido, pensando en Mara y en aquella tarde en que la
conoció. Mientras sonreía en la banqueta, ella le dijo:
—Una
onza, pesaba 28 gramos, casi lo mismo que pesa, según dicen, el alma; quizás un
poco más.
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