BYRON ROSTRAN ARGEÑAL
Publicado originalmente en NOTICULTURA en Oct/08/2013
¿Qué es un ataúd en medio de
una guerra civil? La experiencia sobre lo que puede ser un niño frente a la
muerte.
El fin de semana pasado estuve de visita con
mi papá en una funeraria (La Católica); esto, por cosas de un seguro familiar:
pensando en la vejez y en el tiempo. Miraba con detenimiento todos los modelos
fúnebres que estaban en exhibición y meditaba sobre la que sería sin duda mi
primera morada cuando ya esté sin vida. Por un instante me preocupó la
comodidad que tendría o no en una de esas cajas mortuorias; sentí una
melancolía utópica, reconocer que tarde o temprano todos cruzaremos esa línea.
A la muerte no le tengo miedo o mejor dicho, ya no le tengo miedo, no me aterra
ni me intimida. Ahora la veo más bien como otro escalón que subir.
Uno de esos sarcófagos tenía un color
peculiarmente reluciente, de un gris que se asemejaba al metal, lo recorrí y
por alguna extraña razón recordé un suceso de mi niñez que creí olvidado, uno
que vino armándose en todas las pláticas familiares; sin duda un verdadero
rompecabezas. Pasó a finales de la década de los ochenta en medio de residuos de
una guerra sin sentido en Nicaragua.
***
Mi hermano fue el único que sufrió por la
partida de Chichigalpa a Managua; vivíamos ahí porque a mi padre le habían dado
un trabajo en el Ingenio San Antonio. Mi hermano mayor hacía un pequeño teatro
de lo injusto que era separarlo de sus amigos, de su vida, de su colegio; él ya
tenía diecisiete años y exigía su libertad, cosa que no pudo negociar de
ninguna manera. Después supe o entendí la razón que tuvieron mis padres en no
dejarlo. Aunque mi hermano hiciera el mayor berrinche de su vida, no sucedería
lo que él pedía. Había guerra o se había estado en guerra, se aproximaban unas
elecciones muy tensas y nada estaba seguro, corría lo último de 1989.
Vos querés que te maten, lloraba mi madre
tratando de convencerlo. Sus grandes lágrimas decoraban un rostro que empezaba
a verse marcado por las preocupaciones. Yo no podía entender por qué mi hermano
se quería separar de nuestro lado, o del lado de mis padres. Si ellos decían
que teníamos que partir, había que hacerlo. Te venís con nosotros a Managua y
no se discute más, aseguró mi papá con un tomo molesto y autoritario. Aunque
creo más bien que mi papá estaba cargado de desesperación por el hecho no saber
qué hacer. Un hombre que tenía que tomar la mejor decisión posible para que su
esposa y cuatro hijos sufrieran lo menos posible. También había planes de sacar
a mi hermano del país, Costa Rica quizás, antes que lo pudieran agarrar para la
reserva.
A su edad, es cuando empezaban a reclutar a
todos los chavalos para llevárselos al «Servicio Militar Obligatorio», frase
que era dibujada con una exigencia patriótica. Los que mejor suerte
tenían podían durar unos seis meses antes que una bala los acribillara, una
enfermedad o el cansancio los matara. No duraban nada en regresar a sus
casas, salvo con la diferencia que ahora venían en ataúdes de madera o de
metal, esto porque cuando pasaban mucho tiempo antes de encontrarlos muertos en
las montañas, ya de días y descompuestos, tenían que recogerlos con palas y
echarlos en esas latas rectangulares, tratando de guardar algo que pudiera
quedar de sus cuerpos, tipo como un atún en agua. Más de una vez se escucharon
casos que en vez de un soldado o del verdadero cuerpo, embutían pedazos de
chagüites, restos de troncos para que pudieran asemejar el peso de un cuerpo
caído en combate.
Eso pasó cuando yo tenía siete años, yo vi un
ataúd metálico, la gente lloraba mucho. Yo sabía que dentro había alguien.
Un camión militar verdeolivo y muy alto dejó
de rugir frente a la casa de mi niñez. Bajaron la caja y los familiares
desconsolados a más no poder la tomaban con presteza. Arreglos florales
llenaron la calle —detalle sumamente curioso a mi edad—. Todos salían de sus
casas a ver el acontecimiento, yo estaba en el porche, mi mamá salió también y
comenzó a llorar, sé que lloraba pero no tengo la imagen. Metieron el ataúd
dentro de la casa de enfrente, los gritos de dolor rondaron por todo el
ambiente. Siempre pienso en esa calle por lo que sentí, por ese momento, por
cómo interpreté cuando vi que bajaban un cadáver y muchas flores soltaban su
olor.
En el momento antes de enterrarlo, sus
familiares rehusaron a echar una palada de tierra si no comprobaban primero que
el de ahí dentro, el de esa caja sellada, era su verdadera sangre. Los militares
vestidos de piricuaco se negaban y hasta en un momento
decidieron usar las armas sino desistían de esa idea. Todos los que se
encontraban en el lugar empezaron hacer un tumulto algo violento
—de ahí viene la palabra guerra civil (Tumultus)—, estaban decididos
a comprobarlo. Los militares cedieron, no eran muchos tampoco, sólo dieron una
recomendación: si van a hacerlo, si van a abrir la caja, háganlo rápido y
tengan algo fuerte para inhalar, si no, no podrán aguantar ese hedor.
La madre de la victima lloraba no sólo por la
pérdida de su infante, sino también por la probabilidad de que no fuera su hijo
y fuera más bien, restos de troncos, a como decían las historias.
Mi hermano se encontraba entre esa multitud
tratando de ver con sus propios ojos lo que al fin habría dentro de esa lata. A
cincelazos y martillazos lograron violar las uniones que parecían imposibles,
era una caja sellada sin principio ni fin. Cuando llevaban un buen trecho
abierto, toda la gente salió huyendo espantada como si alguien estaba subiendo
del más allá queriéndolas atrapar, la caja desprendió un terrible hedor a
podredumbre. Un olor que nunca en mi vida había sentido, le confesó mi hermano
a mi hermana. «¡Terrible! Peor que la mierda de un animal o de algo podrido. Es
que es peor que un basurero o comida que tiene años en descomposición, no sé
cómo explicarte, un olor que me desmallaba». Los gritos se incrementaron, en el
lugar quedaron sólo los familiares y los hombres que trabajaban en la apertura.
La madre dijo que tenían que abrirla más de una vez por todas, comprobar
si ese era su hijo, su pequeño hijo.
Lo que había dentro: carne en descomposición
a su máxima expresión, sin forma y desecha. No se sabía que era la cabeza o el
cuello o el pecho o los brazos, si es que habían, no existía un inicio o un
final. Sólo era carne ensangrentada y descompuesta recogida con prisa. Los
hombres que habían estado abriendo no resistieron más y se fueron, todo el
cementerio estaba envuelto de ese hedor putrefacto.
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Foto: Marcelo Montecino 1983, Managua, Nicaragua. |
Ese era el resultado de la gran guerra que
tenía al país envuelta en desgracia. Una guerra que al fin y al cabo terminó
siendo ¿innecesaria? Chavalos inexpertos en combate eran a los que se le ponía un
fusil y se les hacía gritar una consigna: ¡Patria libre o morir! Lo único que
les hizo reconocer el cuerpo fue aparentemente una medalla que le había dado
una de sus hermanas antes de irse o antes que se lo llevaran a combate. Era
como si colgaba de lo que parecía ser el cuello, como diciendo: «sí, soy yo,
aquí estoy, ¿me reconocen? Soy su hermano, soy tu hijo mamá, he vuelto, estoy
aquí, no estoy en las mejores condiciones, pero soy yo…yo soy, he vuelto…»
Mi madre después contaba que tiró la ropa de
mi hermano a la basura, ya que por más que intentó lavarla y asolearla, nunca
pudo hacerle salir ese olor, quedó impregnado como para asegurarse que había
sido testigo de esa muerte.
***
Años después entendí el rostro de mi papá, la
cara que puso cuando mi hermano mayor se quería quedar, cuando no quería venir
con nosotros a la capital o a su protección. Era una expresión de pavor a los
sucesos impredecibles que se acercaban o que habían sucedido. Imagino a papá
ver el fin de su hijo mayor: muerto, inválido, mutilado, inservible para el
resto de su vida. En esa época se hablaba de que casi a diario había velas por
todas las calles, yo recuerdo asistir a varias. Chichigalpa —o mi niñez—, como
muchos otros lugares del país, se convirtió en un pequeño pueblo de testigos
fantasmas, de jóvenes que vagaban buscando una respuesta a lo que sucedió. Por
supuesto mi hermano no entendía eso, mucho menos yo. Pero si sé decir que
en esa época dejó en mí, un miedo que no sabía explicar. Un miedo a la muerte,
al llanto, al olor a flores, al sonido de las balas, a los velorios, al color
verdeolivo, al no saber que venía, de hecho no sabía que era con exactitud lo
que pasaba o lo que estábamos atravesando; tenía miedo morir, sobre todo la
forma en que podía serlo. Cada hecho por minúsculo que fuera se quedaba
atesorado, traicionando o interrumpiendo mis sueños.
Hasta ahora y después de mucho tiempo, me doy
cuenta que los sucesos que acontecieron en esa década —que por un inicio
heroico e indispensable—, destruyeron familias, trastocaron vidas, arruinaron
destinos y marcaron futuros