El Astillero

"Se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias."

-Mario Vargas Llosa-



NECROLOGÍA


20 OCTUBRE 2023


Esta vez no se podrá quejar que soy impuntual. Hace frío. Solo espero tener suficiente tiempo para decir lo que me apetece. Ahora que lo pienso, me mintió una vez más. Me dijo que sería de cerezo y no caoba. ¿Es caoba? Sí, eso creo. No quisiera hablar a través de la tronera. Cara a cara es lo mejor. Bueno, llego la hora.

-       Aquí estamos según lo convenido; son las 5:45 de la tarde, es lunes y a pesar de que acordamos no terminar peleados el día y resolver los conflictos, vos dispusiste que, frente a frente, a esta hora y en este día lo habláramos. -

Dejaste pasar dos días sin dar señales de vida. Obvio.

Ahora en este cubículo, en donde estamos solos, con este olor a néctar que inunda el ambiente.

- Son las flores- Ja ja já.

Tratas de contentarme con flores como siempre.

No veo las típicas bicolores que me dabas, que según vos significan felicidad. Las últimas que me diste traían adjunta esa nota ridícula que decía: “no me la dabas como un adiós” ¡Que hipócrita!

- Mirá, quiero hablar yo primero sin interrupción-

Si, si, si, escucha o mira es lo mismo, vos me entendés. Deja de corregirme en todo, te crees perfecto y no lo sos.

Primero que nada, quiero que sepas que me tenés encachimbada. ¿Cómo es posible que no decís nada y te desapareces? Y no me refutes que se me van las ideas.  ¡Ashhhh…me frustra!

-  Hoy te diré todo-

Si te lastiman mis palabras no me importa. Porque si esto es una despedida, lo haré sin guardar nada.

Es tanto lo que quiero decirte, que las palabras se obstruyen en mi cabeza. Por cierto, que camisa más ridícula la que estas usando. La que te regalé y pedí que te pusieras aquella tarde de verano nunca la usaste. Seguro la regalaste a Miguel, el chungo de la esquina, amigo tuyo.

-       He tratado hasta la saciedad de arreglarlo y solo he recibido desprecio y antipatía, aun así, desligué mi poco orgullo y te escribí, te llamé y el silencio fue el reparo que vino de tu parte-

Admito que me encantaba que me consintieras, no tenía la necesidad de pedir algo dos veces. Era algo lindo tuyo. Pero ese no es el tema ahora. Las salidas a comer eran siempre divinas. Conocí un mundo diferente de sapidez gastronómico. Lo admito. Aunque el sushi es asqueroso.

-        Pero lo único que pedí fue tiempo. Tiempo que no llegó. -

Yo me alimento de palabras como las plantas. Y si tus palabras me hieren me seco, sin importar cuanto inviertas en agua o abono. Hablamos dos lenguas distintas.

-       ¡Te odio! -

Odio que me hayas dejado y ahora aparezcas como si nada. Tranquilo, sereno, reticente. Hasta en eso te crees superior. Enmudeces y me ignoras.

-       ¡RESPONDEMEEEEEEE! -

Recuerdo la primera vez que tomé tu mano, tibia y trémula. Acariciabas mi cabello, tanto que se frisó.  Ahora, tus manos heladas y rígidas que ni siquiera me permiten entrelazarlas.

-       ¿Qué te pasa? ¿Ya ni te provoco nada? He subido de peso y ni eso has notado.

Perdón por amarte tanto y que no sea suficiente. Porque cuando las cosas abundan carecen de sentido. Se que me amaste a tu manera y tus detalles nunca fueron suficiente. Talvez a mí solo me llenaban las palabras, aquellas palabras que tanta falta me hicieron de niña.

-       ¡Déjenme!

Que estas lagrimas no es porque duela tu partida, pues hace tiempo que te fuiste. Son de rabias porque ya no estás.

-       ¿Sabes? mi vida seguirá sin ti. 

Eres tan egoísta, que inerte en este féretro de caoba no dices nada y dices todo.

 

 

John Mayer (Instrumental) - Recording session


Participé en la grabación de una canción con Mostly Empty, tocando la batería junto con buenos amigos. La experiencia ha sido muy gratificante: volver a estar con las baquetas en un estudio y con el instrumento que tantas alegrías me ha dado.

Este video es de la sesión instrumental de la canción “Rosie”.


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También puedes ver el video completo de “Rosie” con toda la banda.

John Mayer - Rosie (Lockdown Cover)

https://youtu.be/c2SMAVyCnmg


Quimera

14 AGOSTO 2020


Sentado en el segundo escalón de miajas de baldosas, a la entrada de la botica, se encontraba despertando de un sueño largo y profundo, sosteniendo en su mano derecha una nota escrita a mano. Entre medio de sus dos piernas, en el suelo, se equilibraba un frasco de cerezas importadas que el día anterior había tomado de los anaqueles del supermercado. La novedad del día le cayó como balde de agua fría. No sabía si era real o parte de ese sueño que, según él, duraría hasta la muerte.

«Lo más absurdo de todo es que yo la hubiese hecho muy feliz», pensó, mientras empuñaba entre sus dedos el papel opalino que dejaba entrever, en mayúscula, la quinta letra del alfabeto dibujada con evidente esmero.

Armando Rodríguez era un ser apagado por los años y el peso de la vida. Apenas días atrás su semblante retomó un tono limado y bruñido. El lustre de sus ojos, color esputo cetrino, apareció nuevamente de forma fugaz y repentina. Sus quejas constantes por la apatía de su esposa y la frivolidad inerte del lecho nupcial fueron disminuyendo por todo lo que en su vida acontecía.

Veinticinco años de matrimonio con María Elena pesaban igual que un yunque. Los recuerdos de su juventud se agolpaban de vez en vez, y un pensamiento recurrente martillaba constante el tabique de su mente: «Si tan solo mi vida fuese diferente».

Nunca logró graduarse. La sola idea de que iba a ser padre a los 22 años cambió por completo el rumbo de su vida y, como él lo decía, «truncó su meta» de ser ingeniero. Hoy ese tranque lo había hecho abuelo dos veces y pretendía hacerlo una vez más, pese a las constantes amenazas y advertencias de su parte.

Una tarde, cumpliendo el ciclo aciago de su vida, rumbo a su casa, recibió la peor llamada del día.

—Armando, recordá pasar por la farmacia… ¡Aló, aló! ¿Qué te pasa? ¡¿Por qué no me contestás?! —increpó de manera altisonante la voz al otro lado de la línea telefónica.

—Aquí estoy… Lo que pasa es que voy conduciendo. ¿Ahora qué querés?

—Ya te dije que los sofocos son insoportables y el doctor me mandó a tomar gabapentina.

—Eso se las dan a las locas —balbució Armando entre dientes.

—¿Qué dijiste?

—Nada, yo te la llevo.

Colgó y respiró profundo, con alivio desmedido de no seguir escuchando esa voz que lo irritaba a diario.

Faltaba poco para llegar a casa y pensó en regresar en busca de la encomienda, pero recordó que en una calle alterna, que pasaba a diario con la intención cándida de ver a una exnovia, le pareció divisar una despensa de medicamentos. Se detuvo en la droguería y entró.

Al subir las dos gradas del local, caminó con cuidado de no tropezar.

«Creo que le falta más luz», pensó, mientras observaba el caliche mezclado con pedazos de pisos multicolores que adornaban el suelo de concreto.

—Buenas tardes.

—Hola, buenas tardes… ¿En qué le puedo ayudar?

Una voz dulce, casi angelical, se asomaba a través de una diminuta ventanilla de vinil claro. Era una jovencita de tez blanca, con labios rosa acuarela.

«¡Por Dios santo! ¡Qué muchacha más linda!», pensó.

—Sí, claro —le dijo con voz ronca y varonil—. Necesito una medicina. Se llama gaba…, gabapentina.

—Déjeme ver si hay.

La joven giró y dejó ver su hermosa figura de Artemisa. Su cabello largo y brillante rozaba el borde de sus caderas. El contoneo de su cuerpo parecía hacerla flotar entre las cajas y los estantes apilados en orden incoherente.

Armando no tenía gusto por mujeres menores, pero ella era distinta. Su olor inundaba el negocio y su dominio en la escena era histriónico. Por un instante no sabía cómo actuar: sus manos empezaron a sudar y su voz empezó a aflautarse cual puberto en etapa hormonal.

—Disculpe, ¿cuánto le debo? —silbó su voz.

—¿Se encuentra bien? Parece que le va a dar gripe —le dijo la fémina, mientras empacaba el blíster de pastillas.

—Creo que a mi edad cualquier aire frío causa daño —articuló con la voz compuesta.

—Pero si usted está joven… Creo que no llega ni a los treinta, ¿verdad? —manifestó luego de humedecer con su lengua el labio superior.

Tal imagen irreal le pareció electrizante. No supo qué responder. Se quedó en silencio, en espera del paquete.

—Puedo recomendarle unas vitaminas, si gusta. Además, se ve que hace ejercicio.

La diosa que le hablaba lo tenía petrificado, al igual que años atrás, cuando en una época distinta y en circunstancias similares había percibido la misma emoción.

 

***

Ese viernes de junio, un retraso repentino de quince minutos lo obligó a correr más de lo habitual para tomar el autobús que lo llevaría a la universidad. Entre empujones y gritos lo primero que vio al entrar fue la mano extendida del chofer pidiendo el pasaje. Abriéndose paso entre los olores corporales que emanaban vapores acéticos, propios de la hora y de la evidente carencia de aseo personal, avanzó hasta encontrar un espacio junto a una figura de cabello rizado color almendra. Las miradas de ambos chocaron y rebotaron por inercia o por vergüenza. Desde ese momento se aficionó por aquella extraña. Nunca le habló, pero siempre calibraba su reloj de pulsera con un retraso de un cuarto de hora, todos los viernes, para admirar de forma anónima aquella belleza platónica que tremolaba a su lado.

Ahora era distinto: la ingenuidad y la juventud ya no formaban parte de su vida. El tiempo se acababa cual contacto ligero de la arena que pasa a través del huraco que divide las cápsulas del reloj.

Pensó en preguntar su nombre, pero rápidamente notó un gafete metálico en la blusa, justo a la altura de su pecho izquierdo. «Ema»: su nombre era Ema.

—Gracias, Ema, sos muy amable.

La miró fijamente a los ojos con el propósito de intimidarla, mientras recibía al instante las pastillas y el cambio.

La dependiente sostuvo la mirada y notó la intención del cliente foráneo. Respondió el reto con una sutil sonrisa. La mano de Armando logró escasamente rosar los dedos de ella y advirtió la suavidad cremosa de su piel.

Se enamoró nuevamente, por tercera vez en su vida, al igual que esa tarde calurosa mientras luchaba por sobrevivir en el transporte público de la capital, rumbo a una clase que nunca logró culminar por injusticias del azar.

Salió de aquel sitio con la imagen clavada de la joven que respondió a su ojeada coqueta. Antes de subir a su vehículo, un Toyota 89 que apenas podía transportarlo, volvió su cabeza a la puerta, pero lo distrajo el color diluido de la pintura en la pared y un marbete que avisaba una promoción de megas ilimitados y saldos extras.

Esa noche durmió apaciblemente envuelto en el recuerdo de la piel de Ema, hasta que la luz del sol tocó su ventana. Despertó con mejor ánimo. La queja matutina de María Elena, su mujer, y el desprecio creciente que sentía por ella no parecían molestarlo. Solo quería acabar su jornada laboral de ocho horas y pasar por el mismo lugar. Muy dentro suyo albergaba la esperanza de ver nuevamente la sombra casi irreal de la chiquilla que correspondía a los juegos de un desconocido.

A las 6:30 de la tarde detuvo su bólido a la entrada del quiosco, entró con paso firme y con voz de locutor vespertino dijo:

—Muy buenas tardes.

Una mujer horrorosa de piel canela y lentes ridículos irrumpió su saludo efusivo.

—Favor, espere su turno. Se le atenderá en un momento.

En ese instante se percató de que estaba siendo atendida una señora gorda con evidente nivel de precariedad, que al parecer tenía de mal humor a la dependiente de turno. Buscó por cada rincón del lugar a la damisela de sus sueños, y no la encontró.

No tenía en mente qué comprar, ni siquiera tenía una excusa para llegar ahí. Pensó entonces que se le ocurriría algo cuando estuviera frente a ella, pero su musa no estaba a la vista.

«¿Qué compro ahora? ¡Ya sé! ¡La gabapentina!», pensó.

Tuvo temor de que creyeran que vivía con una loca, pero al fin y al cabo era cierto. Él consideraba que, al paso en que iba María Elena, era cuestión de tiempo para llevarla a un sanatorio, pues estaba harto de ella.

Por segundo día consecutivo salió del lugar, pero esta vez el sinsabor que llevaba era evidente. Al bajar, una aparición espectral flotaba hacia él. Era Ema, que con paso firme se acercaba. Los muslos y caderas pintadas de blanco por la talla de su pantalón, bailando al compás de cada paso, provocaban la sensación de un carnaval de flores. Armando vibró en su ser; era simplemente espectacular la imagen, de la cual el crepúsculo también era testigo.

No dudó en saludarla con alegría desmedida.

—¡Holaaaaa!, ¿qué tal? Pensé que no estaba… —le dijo con una familiaridad que hizo asustar a la joven, que al verlo no supo qué responder. Armando amagó un morreo dirigido a la mejilla, propio de la cordialidad de un conocido, lo que Ema rechazó al instante.

—Adiós —respondió ella.

Ema dio un salto sobre los peldaños, con notoria agilidad y rapidez.

Armando, apenado, no tuvo más remedio que montar su coche y correr veloz a su hogar, no sin antes notar que, extrañamente, la joven desde dentro lo observaba y esbozaba una expresión de curiosidad por aquel hombre con señal de calvicie incipiente y ojos verdes.

Esa noche el insomnio tomó refugio en su cama. Seguro que la vida no daba terceras oportunidades. A las dos de la mañana, mientras su acompañante inerte de al lado gemía y se quejaba del calor, se propuso enamorar a su nueva dueña que se introdujo sin permiso.

El rito vespertino de pasar por el mismo lugar, a la misma hora, se volvió habitual. En un corto tiempo se convirtió en cliente asiduo de la farmacia. La familiaridad con que hablaba y las bromas que hacía eran correspondidas tanto por la clientela como por la propia Ema.

Durante dos semanas conoció los gustos personales de su amada. Supo que suspiraba por los rosáceos azules, teñidos por medio de hibridación convencional, cuyo color simboliza el misterio de alcanzar lo imposible. Adoraba los chocolates, pero aquellos obscuros y amargos, matizados en estela de negro basalto, pues de ellos se obtenía más flavonoide que de cualquier otro alimento rico en antioxidante. Entre risas y bromas reconoció el amor de ella por las cerezas y que prefería comerlas directas del frasco.

—Sos todo un caso —repetía a cada instante, ante las ocurrencias del admirador.

—Un caso perdido —respondía él siempre a esa frase, que se había vuelto cómplice de ambos.

Él, por su parte, abrió su más entrañable frustración: comentaba sin resentimiento el sueño truncado de ser ingeniero, la lucha perdida por impedir ser abuelo tan pronto y el odio acumulado por su cónyuge, que, debido al proceso natural, propio de la edad, cavó una zanja profunda entre uno y el otro.

Cada vez que podía desbordaba un piropo grácil hacia ella, quien le respondía sin pudor y de forma directa. Armando entendió que los dos estaban claros de lo que sentían y que su plan estaba funcionando. Se imaginaba una vida libre de la arpía que lo acechaba y hostigaba diario en su casa, con los problemas propios de la edad.

«Cuarenta y siete años son apenas el comienzo de una vida», reflexionó en silencio, mientras plasmaba con su diestra, en la rigidez de una hoja, un verso del poeta danés Charles Marine. Testigo de esa complicidad, reposaba en su mesa un bote diáfano de material cerámico y amorfo que contenía un líquido rojizo profundo y vivo, comprado el día anterior.

«Hoy la voy a ver. Hoy le voy a decir lo que siento y la quimera jodida que me atormenta se va a disipar», susurró en su mente. Asió en sus manos el poema y las frutillas encurtidas, con la determinación de que su vida cambiaría por completo esa tarde de septiembre.

El día era perfecto, cirros blancos pintaban el cielo azul, nada podría salir mal. Se arregló como nunca. Su perfume escandaloso, marcado por las notas balsámicas de salida, proyectaban un rastro personal de bases monolíticas.

Con la seguridad que solo un hombre enamorado suele tener, se dirigió firme y sereno a la puerta del negocio cuasi informal. Entró medio cantando y recitando el verso recién transcrito. El silencio que envolvía el lugar se eclipsó con su voz sonora.

—Buenos días, ¿se encuentra Ema?

Sorprendida la hortera que atendía, lo miró con fastidio y desdén.

—¡Don Armando!, ¿qué hace aquí tan temprano y en día sábado? —replicó con curiosidad al ver en su mano un bote de vidrio y una hoja imperfectamente doblada.

—Emita no está. Se nos casa hoy —expuso con frivolidad y un toque de burla—. ¿Acaso no sabía? Es más, yo supuse que usted sería invitado…

La sensación que le recorría de manera súbita lo dejó inmóvil. Reaccionando al efecto del sopor provocado por el golpe del suceso, retornó en sus pasos. Desplomándose en sus ancas sobre la rampa discordante de la entrada, asentó el vaso de cerezas entre sus piernas y recordó el verso empuñado en su mano:

«¡Quisiera ser un sueño,

muy largo y profundo, un sueño que durara hasta la muerte!».



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También puedes leer otro relato del autor: "Dos onzas".

http://rostran.blogspot.com/2020/07/dos-onzas.html


Dos onzas.


29 JULIO 2020





Era la tercera vez que Mario se levantaba esa noche. El sobrepeso acumulado a través de los meses, sumado a su padecimiento crónico de reflujo gástrico, no lo dejaba conciliar el sueño con facilidad. Esta vez había dejado encendida la luz del quinqué que reposaba sobre el aparador, para evitar lo sucedido el día anterior, cuando tropezó con un zapato de agujetas de cuero negro y derramó la leche sobre el piso laminado.

Apenas unos escasos metros lo separaban del llanto que interrumpió su frágil sueño. Dio un pequeño salto para incorporarse erguido al borde de su cama: tres pasos bastaron para llegar a la cuna de pino curado. Aún se sentía en el cuarto el olor de barniz barato, pues apenas una semana atrás éste se había aplicado sobre la beta pulida del esqueleto de madera.

—Dios santo —dijo—, aquí vamos de nuevo.

Un sollozo temeroso se asomaba entre las sábanas grises del dosel. Envuelto y lúcido, se dibujaba desde el fondo un pequeñín de piel morena, ojos grandes y alma rota. Mario no dudó en sonreír al verlo, pues le parecía gracioso cómo el gorrito le tapaba el rostro en su lucha casi imposible por librarse.

—Vos sí que sos necio, chavalito —entre risa y enojo—. ¿Ahora qué tenés? ¿No te podés dormir de una vez por todas?

Mientras el padre quitaba el obstáculo del diminuto rostro, el cuerpecito se llenó de estupor con el roce helado de las manos que lo libraban de la venda de sus ojos. Un espasmo súbito lo llenó de los pies a la cabeza. Era un temor justificado, como alertando lo que iba pasar.

Buscó un pámper entre la cómoda de plástico, ofertada en cuotas semanales por un desconocido que era famoso en todo el barrio, pero no atinaba dónde encontrarlo. Empezó a desesperarse en la penumbra del cuarto, pues la luz que irradiaba la lámpara negra de cuello flexible era escasa.

«Debí cambiar el foco a uno de mayor intensidad», pensó él, mientras sacaba las toallas húmedas del bolso, que semanas antes se había preparado para «no correr a última hora», como lo decía ella, y tener todo al alcance. En eso recordó que Mara, su esposa, le advirtió con voz de orden de ineludible cumplimiento que todo debía estar en la tercera gaveta.

—Oh, sí, es cierto, aquí están —exclamó.

Tomó al niño con la escaza experiencia de padre primerizo y empezó a desabrochar el mameluco.

—¡¿Cómo quito esto, Dios mío?"

Al desceñir cada prendedor, la habitación se llenaba de un sutil pero rancio aroma fétido. El tinte color mostaza manchó no sólo la espalda, sino que logró traspasar y alcanzar las sábanas que cubría el colchón de la camita.

—Tan caro este colchón y ya lo ensuciaste…

Pensó en ese momento que mejor hubiese comprado aquel jergón, mucho más barato, que le había ofrecido el semanero, pero que pasó por alto a solicitud de Mara, que quería lo mejor para su primer hijo.


Los recuerdos de Mara se agolparon en ese instante. Miró de soslayo hacia la cama y le pareció ver la figura inerte mantenida por un respirador, llena de cables y mangueras a su alrededor. Sacudió la cabeza y la imagen nítida de las almohadas y la cama vacía apareció nuevamente en la escena de aquella alcoba oscura y fría.

Mara fue su mujer estrella. La conoció una tarde en la universidad, mientras él recorría los pasillos en busca de un encuentro furtivo. Fue cuando la miró sentada sola en una banqueta de concreto leyendo las notas de sus clases previo a un examen. Una joven de ojos grandes, color ámbar traslúcido, cabello castaño con destellos avellana.

—Es malo estudiar previo a cualquier examen —le dijo con un tono burlesco y lleno de confianza característico en aquellos días.

Mara observó la figura escuálida y llena de confianza del joven desconocido que le hablaba y, con la autoridad que le caracterizó hasta el último día de su vida, le dijo:

—¿Acaso yo te he preguntado algo? —increpándole con una sonrisa.

—Hola, soy Mario, estudio mi último año de la carrera de leyes. Te puedo ayudar, si gustás.

«No es un Brat Pitt», pensó ella, «pero tiene una sonrisa linda».

—Un abogado, ¿qué sabe de molaridad y de tabla periódica? —exclamó, al mismo tiempo que explotaba de sus labios una carcajada.

—Te asustaría saber lo que sé… —mientras se sentaba junto a ella y le miraba fijamente el lunar ubicado estratégicamente en el labio superior, que parecía haber sido pintado bajo la técnica barroca de óleo sobre tela.

Mara dejó sus notas a un lado del bloque de concreto, prestando atención a aquel joven de cabello negro, ojos inexpresivos, labios carnosos y húmedos. La tarde cómplice de ambos susurraba un aire leve que constantemente incitaba al cabello a acariciar el rostro de la joven que inútilmente trataba de acomodar.

En ese momento comenzó una conversación intensa, llena de picardía y doble sentido. El ambiente se llenó de seducción, risas y confidencias. Dos perfectos desconocidos hicieron «clic» una tarde de noviembre en los jardines descuidados de la casa de estudios superiores de ambos.

Seis meses después se casaron en una improvisada ceremonia en la casa de los padres de ella. El niño gestado en su vientre apenas se empezaba a notar en el abdomen semiabultado que pasaba casi desapercibido.

Se acomodaron en una hermosa habitación de paredes altas, techo falso de un acabado poco perfecto. Las paredes pintadas en color gris claro, el piso laminado color caoba instalado en forma diametralmente opuesta a la baldosa oculta. Junto a la puerta de la habitación, un pasillo estrecho conectaba con un minúsculo baño, ideal para los dos. Los padres de ella no objetaron que la pareja iniciara su vida conyugal bajo su techo.

En una esquina del cuarto decidieron acomodar todo lo destinado para el fruto de su amor: el pequeño vástago, que nacería a mediados del mes de agosto, no tendría que pasar penurias. Mara, que era una mujer metódica y precavida, no dejó nada al azar. La cuna fue escogida por ella; también el color, el diseño y hasta la doble capa de laca puesta apenas un día antes del nacimiento repentino del pequeño.

La arcaica costumbre de poner los nombres de sus padres a los hijos le parecía ridículo a ella. La discusión no duró mucho.

—¡Qué ganas de poner el mismo nombre que vos tenés! Si fuera niña, no le pondría Mara —lo decía mientras doblaba y acomodaba la ropa que había recibido de regalo en el baby shower, el día anterior.

—A mí me gusta mi nombre —le dijo él mientras luchaba por meterse su zapato izquierdo sin desamarrar el cordón.

—¡Vas a dañar el zapato! —le gritó ya molesta ella.

—Pero ¿por qué te enojás? Sólo porque quiero que mi hijo lleve mi nombre...

—Vos sos loco. ¿Qué tiene que ver tu nombre con que no tengás manera de hacer las cosa?

—Okey, pongámosle «Maro», para que estés feliz —esbozando la sonrisa que la derretía a ella cada vez que lo miraba.

—Ve…, pensándolo bien, no suena mal —mientras cerraba la tercera gaveta de un golpe.

—Mirá. Ya dejé todo ordenado en el bolso y recordá que en esta gaveta están los pampers —señalando con la mano cada una de las instrucciones dadas al esposo que casi no prestaba atención porque la lucha con el zapato negro se había tornado violenta.

—¡Ya sé! —exclamó, mientras vencía en su lucha titánica con el pie derecho—. Combinemos nuestros nombres. Puede llamarse «Marimar».

—Sólo locuras decís… —balbuceó ella entre las risas estrepitosas de ambos.

Al unísono, un decibel de carcajada inundó la habitación y se fundió entre las paredes de tabla yeso que ocultaban la sonoridad de la mañana. Las miradas furtivas se juntaron en punto ciego del vacío, como la primera vez en aquella banqueta de cemento pintado de bronce oscuro. Bajo la luz del sol que se asomaba esa mañana, se amaron como la primera vez, bajo las sábanas blancas recién dobladas.

***

Abrió el tarro de aluminio; el polvo blanco con aroma a vainilla le traía recuerdos cuando de niño se escabullía para robar apenas unas cucharadas de leche Klim. Una tarde, tras esconderse contra la puerta de la cocina, casi se ahoga cuando al oír los pasos en el corredor pensó que lo pillaban y por su puesto lo azotarían como castigo por hurtar leche y comerla a secas.

Mara no tenía pensado darle formula química al bebé. Ella, gracias a sus estudios universitarios, era fiel defensora de la leche materna, de los beneficios que tiene ésta para el desarrollo cognitivo, el tracto digestivo y la inmunidad de las que, de manera beneficiosa, decía ella, un niño se nutre. Pero Mara no estaba, se había ido.

En ese lúgubre espacio sólo estaban los dos. Un despojo de hombre y un infante de apenas días de nacido que cada dos horas requería de cambio y una dosis de dos onzas de sucedáneo, todo eso indicado por el pediatra en la epicrisis de salida del hospital.

Mara murió un 13 de agosto, el mismo día en que dio a luz a Mario Sebastián. Sufrió, según el dictamen médico, un shock hipovolémico grado IV, causado por una atonía uterina. Mario Sebastián pesó 3,400 gramos. Según contó Mario a sus familiares, el niño presentó fiebre de 38°C al nacer y tuvo que pasar cuarenta y ocho horas en observación.

«La paciente luchó por su vida hasta el último instante», comentó la administración del hospital. Antes de desangrarse de manera repentina en la sala del quirófano, Mara logró escuchar decir al personal médico que su hijo no lloraba, apenas si se quejaba. Al parecer el niño estaba más consciente de su alrededor de lo que parecía.

Mara se angustió y preguntaba:

—¿Qué pasa?, ¿qué tiene el niño? Doctor, dígame qué pasa —gritó desesperada.

Mientras Mario recorría los pasillos afuera del quirófano sin tener respuesta alguna de lo que sucedía adentro, empezó a preocuparse cuando vio entrar mucha gente al quirófano. Termos refrigerados entraban y salían. Corrían agolpados por la escena que adentro se libraba.

Apenas alcanzó a escuchar:

—Clave roja, es una clave roja.

«¡Por Dios santo!», pensó, «¿qué es una clave roja?».

Un joven de aspecto frágil, lentes de marco de carey, piyama celeste y zapatos Crocs tuvo compasión del joven padre que esperaba en el suelo del pasillo a punto de llorar. Se acercó y sin mediar palabra alguna le tocó el hombro y con voz quebrada y poco segura le dijo:

—Tenga paciencia.

Esas palabras, en vez de provocar tranquilidad, causaron la sensación de fuego en el pecho que le oprimía.

La noticia de la muerte de su esposa y la realidad nueva de criar un hijo solo no fueron fáciles de entender hasta esa noche del 20 de agosto, cuando por quinta vez volvía a despertar por el llanto del niño pidiendo ser alimentado.

Entre el olor a orina y pañales sucios acumulado por varias noches de desvelo, Mario caminó a tientas hacia la cuna, cogió a su hijo en brazos y lo sacudió fuertemente.

—¡Por Dios santo! Dormite de una vez y dejá de molestar —le increpó con violencia.

El bebé guardó silencio y, en una pausa casi hipnótica, desató un alarido que resonaba en cada esquina y regresaba como eco de mayor intensidad a sus oídos.

—No entendés que nos dejó, que no cumplió su promesa de estar con nosotros siempre. No está, se fue, murió y no volverá. Sé un hombre y dejá de llorar.

Una brisa leve golpeaba la ventana y la luz de sol se asomaba tímidamente por el horizonte.

Le hizo por enésima vez dos oncitas del líquido espeso y blanco en el biberón y se la dio a tomar. El pequeño Mario Sebastián se acurrucó en el regazo de su padre y esbozó una sonrisa de placer luego de sacar el cólico que tenía atravesado y le causaba dolor.

Mario miró fijamente el rostro de su hijo y por primera vez notó que tenía un lunar idéntico al de su madre, con la misma técnica y tinte de aceite que pintaban los artistas del siglo XVI. Lo miró un poco más y lo acarició suavemente y con ternura. Lo envolvió de tal manera que no pasara frío con aquella frazada de algodón aterciopelada, que le encantaba a Mara y que deseaba usar al salir del hospital junto con su hijo en brazos. Lo apretó en su pecho para dormirlo. El niño sintió por primera vez el calor de su padre y el amor ausente de su madre.

Lo ciñó fuerte contra su pecho sin percatarse de que parte de la manta cubría su rostro. El sueño era tan denso y pesado que él mismo quedó noqueado en la silla mecedora que rechinaba con cada balanceo. Despertó cuando sintió el calor de la mañana que entraba por la ventana. El sudor que recorría el antebrazo adormecido le causó un poco de asco. Extrañamente no se sentía cansado, al parecer habría recobrado las fuerzas. Se levantó con mucho cuidado para no despertar al niño, lo colocó en la cuna en posición fetal. La cianosis característica de ese evento era evidente. Le llamó la atención el tono azulado de los labios del niño y la quietud inerte de su cuerpo. Quitó la manta de su rostro y fue en ese momento que supo que Mario Sebastián de apenas ocho días de nacido había muerto en sus propios brazos producto de asfixia involuntaria.

No pudo contener el espanto: transitó de reversa de forma abrupta. Lo tocó y repetía su nombre una y otra vez, como si al hacerlo podría recobrarle la conciencia.

—¡Mario Sebastián, despertá, despertá!

El niño, con un extraño, pero apacible sosiego, transmitía una calma pulcra y angelical.

Mario se sentó en el piso, impávido, pensando en Mara y en aquella tarde en que la conoció. Mientras sonreía en la banqueta, ella le dijo:

—Una onza, pesaba 28 gramos, casi lo mismo que pesa, según dicen, el alma; quizás un poco más.


Una hermosa coincidencia

Pasamos una noche de ensueño. No paramos de conversar, caminamos y nos reímos mucho, comimos pasta y tomamos cuatro copas de vino. Prometimos no arruinar el momento con preguntas inapropiadas sobre nuestras vidas: fue una promesa hecha.


Byron rostran argeñal
30 JUNIO 2020

Traté de recordar, unos tras otros, los acontecimientos que pasaron en ese mes de junio. Todos me parecerían extrañamente irreales, como si entre los hechos y yo mismo se interpusieran dos o tres hojas de cristal. Pero no había duda de que me había pasado.

Fue curioso encontrar esa noticia. Por alguna razón, al llegar a mi país y pensando en ella, busqué su nombre en internet. Creí recordar su apellido y digité su nombre también. Quedé paralizado al encontrarme con tan inesperado suceso.

***

Lo que pasó fue algo así, regresaba a casa, viajaba de Lisboa a Miami, después de disfrutar unos días en Frankfurt. Cruzaba el océano Atlántico en una nave inmensa de Tap Portugal Airlines. Esta tenía una división de sillas 2-4-2; lo menciono porque al abordar un avión uno está como pendiente de quién le tocará de acompañante. Me tocó compartir el lado lateral con una única pasajera de esa fila. Al principio sentí un poco de incomodidad al pensar en las 8 horas que me esperaban junto a una perfecta desconocida, pero creo que era mejor que ir con más de una o en medio de dos personas, casi como un sándwich. Mi acompañante era una muchacha muy bonita, blanca y de nariz puntiaguda, ojos color miel y cabello liso castaño. Me observó de reojo y bajó su mirada como buscando algo. Se veía joven, aunque después me dijo que tenía 24 años. No tardamos en iniciar la conversación, creo que ambos lo queríamos. Resulta que hablaba muy bien español, con un acento un tanto cantadito y lento, pero muy bueno. Lo había aprendido cuando vivió seis meses en Sevilla, España.




Viajaba a Los Ángeles, donde pasaría todo un año mejorando su inglés. Tendría una escala en Miami, al igual que yo, sin duda un vuelo cansado, y una noche necesaria para tratar de burlar un poco el jet lag. Creo que a medida que avanzaba el trayecto y la conversación nos agradamos mucho. Le hablé de mi país y se mostró bien interesada tratando de adivinar dónde quedaba. Le sorprendió mucho que yo viajara tanto, pero me dijo que le gustaba, que seguro tenía muchas historias que contar. Se llamaba Nadezhda y era de Ucrania, de Kiev. En una ocasión anterior ella ya había viajado a Estados Unidos, a Texas, por motivos de estudios, y esta era su segunda oportunidad para volver.

Cuando le hablé de libros y de escritores me hizo muchas preguntas. Creo que no sabía nada de ellos, pero su amabilidad por el tema nos regaló varias risas. Empezamos a inventar historias cortas de los pasajeros que caminaban para estirarse o para ir al baño. En algún momento se quedó dormida y recostada en mi hombro. Sin duda era muy linda, completaba todos los estándares de una chica europea. Su sonrisa, un tanto coqueta y segura, daba la impresión de que ya nos conocíamos. Cuando despertó seguimos hablando: creo recordar que fue sobre un poco de arte y de algunos museos visitados. Nos emocionamos con algunas anécdotas.

Cuando estábamos a punto de aterrizar después de un cansado pero ameno viaje, muy en el fondo no quería que terminara ni despedirme para siempre de ella (hubo tantos detalles que no los recuerdo con claridad). Ambos pasaríamos una noche en Miami, así que había que intentarlo. Fuimos los últimos en salir, ninguno parecía tener prisa, era como si ambos teníamos ese sentimiento. Al salir y pasar todo el tedio de aduana le dije que sería completamente agradable si saliéramos en la noche; era aún mediodía y teníamos a lo mejor unas horas antes de volver al aeropuerto al día siguiente. «Me encantaría», dijo. Almorzamos en algún puesto dentro del aeropuerto y esa comida nos devolvió la vida.

Nuestros hoteles eran diferentes, pero cerca del aeropuerto, como es común; así que fue fácil concretar. Nos vimos unas horas más tarde, bañados y con mejor cara, ya casi llegada la noche. Tomamos un Uber y fuimos a cenar a Ocean Drive, recorriendo antes toda esa zona viva. «Yo no conozco, así que tú serás mi guía», sentenció. En algún momento nos tomamos de la mano y era una alegría que nos envolvía. Ella modelaba un vestido negro corto y calzaba tenis, se miraba guapa y destilaba un toque sexy.




Pasamos una noche de ensueño. No paramos de conversar, caminamos y nos reímos mucho, comimos pasta y tomamos cuatro copas de vino. Prometimos no arruinar el momento con preguntas inapropiadas sobre nuestras vidas: fue una promesa hecha. «No preguntes nada»: lo dijo de una manera tierna, casi como una orden. Cerca del Hotel Victor y debajo de unas palmeras por la doceava calle, nos besamos largo y tendido. Me abrazó fuerte y me miró sin decir nada. Le dije que todo esto era una tremenda coincidencia; no entendió la palabra y me pidió que se la explicara. Me dijo que le gustaba cómo hablaba y mientras acariciaba mi rostro me aseguró que mi sonrisa era un regalo y que mi forma de vestir la había enamorado. Me pareció tan literario ese momento.

Volvimos a su hotel cerca de las dos de la madrugada, alegres y con una botella de vino por abrir. Hicimos el amor toda esa noche y creo haberme sentido muy apasionado. Ella no dejaba de mirarme. Fue un arte estar juntos. Sentía como si el corazón se pudiera salir del pecho. Ella temblaba y no quería soltarse de mí. Fue una noche cargada de mucha energía, cariño y gusto.  Me dijo unas frases en ucraniano, mientras apretaba sus ojos. Creo que nuestros cuerpos quedaron completamente tatuados de tantas caricias. Abrimos el vino como a las cuatro de la mañana y me dijo que yo le gustaba. Lo siguiente que pasó fue una suma de placer en su máxima expresión.

Al amanecer debíamos separarnos. No nos intercambiamos números ni contactos, ni prometimos volver a vernos, ni nada por el estilo. Su vuelo salía primero que el mío, así que ese fue el adiós. Le dije que un día escribiría sobre ella, y me respondió que por favor fuese algo bonito. Le aseguré: «Solo cosas bonitas podría escribir de vos». Volvió a decirme que le gustaba cómo hablaba y repitió en un tono un tanto burlesco: «Solo cosas bonitas podría escribir de vos». Se levantó de la cama y me dio un abrazo fuerte; estaba desnuda y su figura era delgada e ideal. Su cabello castaño claro le cubrió la mitad de su rostro.

«Espera», me dijo. Fue a buscar su celular y nos tomamos una foto o creo que fueron dos. «No es la mejor», sonrió, «pero siempre estarás conmigo». Fue raro que nunca intenté tomarme una fotografía con ella ni le pedí esa. Nos besamos apasionadamente y le dije hasta pronto. «Pensemos que nos veremos mañana», le propuse. «¿Y qué pasará mañana? Seguiremos pensando que nos veremos», le aseguré.

Al cerrar la puerta me dijo: «¡Qué hermosa coincidencia!».

***

Doña María, una cubana obesa que llevaba tres años de inmigrante trabajando en Miami, llegó al hotel donde laboraba, cerca de las dos de la tarde, para iniciar su turno de limpieza. Al abrir la habitación número 45 salió gritando y despavorida. Encontró a una joven pálida y desnuda sobre la cama. Ese fue su testimonio.

Encontraron el cuerpo de aquella joven sin una gota de sangre. Al parecer, la perforación de unos 10 centímetros en su cuello sirvió para drenar su sangre por completo y vaciarla en una papelera plástica, que encontraron tirada a medio limpiar. Solo ciertas salpicaduras de sangre en la sábana y el piso. Los policías dedujeron que tuvieron que haber depositado su sangre en el inodoro, ya que no había dónde. La joven no tenía documentos que la identificara ni un celular; al parecer se habían llevado su mochila con todo lo que portaba. Su cuerpo estaba prácticamente blanco como un papel, sin vida. Sus ojos estaban petrificados, un tanto aterrados; sus uñas daban la apariencia de vejez. La puerta no fue forzada: nadie vio nada, nadie oyó nada.

La recepción del hotel la identificó como Nadezhda Svetlana, mujer joven de 24 años, proveniente del país Ucrania. Se registró en el inmueble para pasar una noche sola.

Gramática veloz durante la crisis - Guillermo Obando Corrales.


BYRON ROSTRAN ARGEÑAL
Mar/26/2020


Mi amigo, Guillermo ObandoCorrales está presentando su libro virtual Gramática veloz durante la crisis*. Una especie de recopilación ampliada de publicaciones que venía haciendo en su perfil de Facebook, sobre este tema. Él ha sido un gran defensor de escribir bien en todo momento. Desde que lo conozco (hace 8 o 9 años), nuestra valiosa amistad se ha nutrido en base a la literatura. Y con interesantes intercambios de ortografía y redacción. De la interpretación, de los libros, y por supuesto, de la vida. Guillermo es licenciado en Derecho, graduado en la Universidad Centroamericana (UCA). Siempre involucrado en la escritura. Actualmente funge como corrector ortotipográfico y de estilo de diversas editoriales.


Recuerdo que desde niño mi mamá me corregía y se esmeraba en enseñarme a pronunciar bien, una profesora de español natural. Ella no tenía ningún reparo en decirme dónde estaban los errores gramaticales que cometía (aún lo hago, aún me corrige), para motivarme a hacerlo bien. Hubo un tiempo que no le puse mucho interés a la gramática y con el llegar de las redes sociales se salió todo control. Cometí atrocidades, aun sabiendo que no estaba bien, con la idea de estar a la moda (xke?). He conocido dos personas fuera de mi madre (mujeres) que siempre me dio gusto leerlas, porque lo hacían bien.


"El internet (escritura en redes) ha acabado con la gramática, ha liquidado la gramática. De modo que se vive una especie de barbarie sintáctica”.

-Mario Vargas Llosa-

Me parece muy acertado que Guillermo nos comparta esta publicación; primero, es algo demasiado importante escribir correctamente, es como una carta de presentación. Me pasa a veces, que cuando leo una publicación y la encuentro llena de faltas ortográficas (excesivas) en las redes, simplemente ya no sigo leyendo y erróneamente deduzco que así es la personalidad de su redactor. No es correcto, lo sé, al final todos cometemos errores, pero creo que la clave está en motivarnos que al publicar, sea extenso o corto, este vaya lo mejor posible. La lectura constante también ayuda muchísimo en conocer las reglas gramaticales. Y segundo, porque esta publicación de Guillermo es el resultado de muchas horas estudio, algo que lo apasiona, por ende, algo del corazón y, cuando algo es motivado por ese motor hay que considerarlo muy en serio.



Es nuestras pláticas por Whatsapp, trato incluso de escribir bien cada mensaje, porque Guillermo me ha motivado a hacerlo. Ahora mis pequeñas publicaciones de historias pasan por todo un filtro personal.

Gracias Guillermo por Gramática veloz durante la crisis, tremendo aporte (y lo digo sin una pizca de adulación). Lo tendré siempre de referencia, hasta lo voy a imprimir por cualquier traición al redactar, para que así lo que escribo vaya acorde con mi personalidad.


(*Una situación con un alto nivel de incertidumbre que afecta las actividades básicas).


Podés descargarlo gratis PDF:
Gramática veloz durante la crisis



CONTENIDO

1.    Sí vs. Si  
2.    Sino vs. Si no
3.    Lunes vs. lunes
4.    En mi opinión personal vs. En mi opinión
5.    Funcionario público vs. Funcionario
6.    Aun vs. Aún
7.    Mandó callar vs. Mandó a callar
8.    Cónyugue vs. Cónyuge
9.    Puño cerrado vs. Puño
10. Pedir disculpas vs. Ofrecer disculpas
11.  Por qué vs. Porque
12. Acento vs. tilde
13. Vídeo vs. Video
14. Jajaja vs. Ja, ja, ja
15. Debe salir vs. Debe de salir
16.  Casual vs. relajado
17.  Apóstrofo vs. apóstrofe
18.  Feminicidio vs. Femicidio
19.  Se dio cuenta de que vs. Se dio cuenta que
20. Hubo chavalas vs. Hubieron chavalas
21. Hola Winston vs. Hola, Winston
22.¿Qué? vs. Qué?
23.  Debe tener vs. Tiene que tener
24. Accesar vs. Acceder
25. Brother vs. Bróder
26. Pienso de que vs. Pienso que
27. A grosso modo vs. Grosso modo
28.  Satisfací vs. Satisfice
29. Redundando en la redundancia

Otras minucias del lenguaje

I. Pedir y ofrecer disculpas
II. Del verbo haber y su impersonalidad intrínseca
III. Asomo al voseo nicaragüense
IV. ¿Son 29 o 27 letras las de nuestro alfabeto?
V. Rosario Murillo escribe con las patas 
(Breve análisis gramatical de sus discursos).
VI.El gentilicio y su escritura correcta


Visitas dede Octubre/19/2009

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