Cadena de circunstancias
Jun/09/2013
La edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso
dependa de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra
propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con
la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que va a sucedemos enseguida.
El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la
cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues
nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido
moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna
participación de sus propias decisiones.
Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida —a veces
para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos
nuestros planes más espléndidos— suelen estar ocultos como corrientes
subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y
cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a
usar para tranquilizarnos: accidente, casualidad, a veces destino.
Ahora mismo hay una cadena de circunstancias, de errores culpables o de
afortunadas decisiones, cuyas consecuencias me esperan a la vuelta de la
esquina; y aunque lo sepa, aunque tenga la incómoda certeza de que esas cosas
están pasando y me afectarán, no hay manera de que pueda anticiparme a ellas.
Lidiar con sus efectos es todo lo que puedo hacer: reparar los daños, sacar el
mayor provecho de los beneficios.
Lo sabemos, lo sabemos bien; y sin embargo siempre da algo de pavor cuando
alguien nos revela esa cadena que nos ha convertido en lo que somos, siempre
desconcierta constatar, cuando es otra persona quien nos trae la revelación, el
poco o ningún control que tenemos sobre nuestra experiencia.
Eso fue lo que me sucedió a mi cuando la conocí, conocer su historia me
hizo corroborar a un más lo infinitamente vulnerable que es la vida, que es la
existencia humana, esta pasada.
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