Fotografía de Tony Rocco (Colombia) "Niña en la Iglesia de San Antonio"
Autor: Guillermo Obando Corrales (Nicaragua)
Al entrar
al templo el hombre sintió un alfilerazo sobre su cabeza, y un empuje inminente
lo llevó de la mano como una máquina inquisitoria arrastrándolo hacia un pozo.
Vacía y
tenebrosa (no más un coágulo de luz que caía del techo), la capilla aguardaba a
una señora y su nieta, las cuales oraban con fervor cristiano, mientras que el
cura permanecía encerrado en el confesionario.
La iglesia
olía a incienso y a productos de limpieza; a través de sus paredes huecas, se dejaba venir un viento que,
desde afuera, traía en acordeones polvo y zacate, rondando una especie de átomo
circular por el jardín.
El hombre
se sentó en uno de los últimos bancos de caoba puesto a la par de la cortina
extensa del Altísimo; vestía de una manera caótica la sotana de San Pancho, un
escapulario sobre su diminuta cabeza; después de pesquisar su entorno, movió su
escuálido cuerpo de un lado para otro; alzó los brazos en señal de alabanza
como los evangélicos, y en su pantalón relucía la figura de un objeto; entonces se puso de rodillas de inmediato, la
cabeza hundida entre las manos como si le pesara o estuviera presintiendo los síntomas
de alguna enfermedad.
Las
campanadas anunciaban ya la misa. Las confesiones del padre cedían. Y, dentro
de aquel sistema de tilines, una correntada de agua se extendió progresivamente
sobre el lugar en donde el hombre se inclinaba; un hilo débil que se hacía una
corriente a medida que la gravedad lo empujaba donde la nieta y su abuela,
quienes rezaban con los ojos cerrados, con infinita devoción.
De pronto
la niña dejó de rezar y se dirigió al confesionario. El agua, que ahora se veía
de un amarillo miel-oscuro, llegaba hasta el altar mayor.
—Padre,
padrecito —dijo con una sonrisa la niña—. Un pipito se está orinando en la
iglesia.
El cura
la ignoró y la niña volvió a acomodarse a una distancia un poco larga de donde
el hombre seguía orinándose como caballo.
La
abuelita, tras ver que el padre no accedía al llamado, dijo en tono altanero:
—¡Oiga!,
¿y es que usté está sorbete? Padre, ¡aquí se están meando en la casa del Señor!
El párroco cerró la puerta de la garita, se
fijó en todo el líquido que le mojaba los pies, y gritó palabras confusas al
aire. Aquel hombre meón, parecía estar hipnotizado por el chorro de orina que
le salía de entre la ingle; soltó una carcajada a los vientos de la iglesia, y
los ecos pegaron a la inmensa figura
del Cristo resucitado.
Después de
varios minutos en silencio, el hombre sacó de su bolsillo una navaja de doble
filo y corrió hacia una estatua de San Miguel, cortándole a esta la cabeza en
pedazos informes. Los tucos de yeso eran como hormigas dispersas por el suelo
de la iglesia recorriendo la vereda de sus vidas. El padre y las dos mujeres
miraron incrédulos la escena: el hombre corría en redondel por todo el templo
pasando su cuchillo por cada uno de los santos que se veían muy indefensos, con
los ojos recalcitrantes y llenos de fuego.
—¡Ayúdeme
—dijo ahora el padre a la viejita—. Este
hombre nos va a dañar la casa de Dios —y
se persignó tres veces seguida, los ojos subordinados ante el cuerpo inerte de
San Judas Tadeo, que los veía con mirada de ciego.
La abuela
corrió junto al padre que de inmediato fue a la casa cural, y trajo un bate de
béisbol. Queriendo estos pillar los movimientos en zigzag del hombre, se
olvidaron de la niña, quien oculta en un limosnero, gritaba: ¡tengo miiiiedo!
Aunque nadie quería notarlo, el hombre estaba a tres centímetros de la niña, y
le señalaba la cara como diciéndole no hagás nada niñá, aquí estoy yo para
cuidarte. Afuera, una hondonada de relámpagos chillaba con gritos de bebé.
La abuela
y el padre miraban absortos el cuerpo del hombre. Las manos tomadas a sí
mismas, los ojos inclinados en el deseo de involuntariedad. Llegó un momento en
que el hombre se acercó tanto a la niña (besaba sus pies, desnudándola con la
vista completa, susurrándole algo ininteligible) que esta lo miró por segundos
paralizada.
—Hay un
lugar bonito para los dos, vamonós —dijo el hombre, y en la boca tenía un
borbollón de saliva espesa que le brotaba en cada mejilla.
La niña
fue a su lado, y le besó las manos. Cada movimiento del hombre era percibido
ante la malicia de besar su cuello, acariciarle las manitos, y entorpecerle el
vientre. La abuela era retraída por el padre. No es hora, dijo este, por algo
está pasando esto, evitemos las desgracias. El tipo desnudó a la niña. Inclinó
sus piernas, y la niña confirió. Esa es la misericordia de Dios, dijo el
hombre, hazlo de esa manera, tan suave, tan tierna ella; de repente, la abuela
logró zafarse del padre, y con las dos manos le daba a aquel hombre, dejándole la
huella dactilar en la cara; el padre corrió, y se escondió tras un santo; el
hombre apartó de un cuchillazo en el torso a la señora, y siguió con la niña.
Luego de varios
minutos, la abuela despertó; pudo ver al hombre hablando con la niña. Pensó en
hacer cualquier cosa: matar a aquel desgraciado fuera como fuera. El padre se
había ido; la señora revisó cada dormitorio. En medio de la angustia que se
tenía, decidió ir donde el hombre. Lo enfrentó, agarró el bate caído, y le
comenzó a dar palo. El hombre la invistió de sendos golpes en la cara y, mientras
terminaba de matarla, la niña reía a carcajadas.
—¡El
señor las bendiga! ¡Todo está hecho! —dijo el hombre.
—Dominus benedicat te. Omnia fecit —dijo
el padre, saliendo de su escondite, y se rio extrañamente, pero era una risa
frustrada, entre risa y lloriqueo a la vez.
El hombre
salió corriendo, alcanzó la entrada, e innumerables gotas lo hicieron
desaparecer del ambiente. La niña, en cambio, quedándose inmóvil, se imaginó al
hombre durmiendo como un niño indefenso, a la par de muchos angelitos sonrientes,
inclinando su espalda a 45 grados. La abuela tenía los ojos abiertos, y de
estos brotaba un aire seco, casi visible.
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