ENTRE FITZGERALD Y LOS TAMALES | BUSES DE MANAGUA
Lector urbano
BYRON ROSTRAN ARGEÑAL 27 SEPT 2012
Nunca entendí
mejor una frase que había escuchado en tantas ocasiones a diferentes escritores
o a los acérrimos lectores con los que hablaba, esos devoradores de libros
empedernidos. A lo mejor más que una frase dicha era una expresión o una
experiencia, la cual yo no la había vivido. La
formulación no recuerdo, pero cuyo sentido viene a ser algo así: uno puede viajar a
otros mundos o desconectarse cuando lee alguna historia. Yo deseaba sentir
eso pero la verdad, no podía, necesitaba de mucho silencio de mucha
concentración y espacio —mi espacio—. No quería a nadie a mí alrededor ni a un centímetro a la redonda.
No fue
hasta que hace unos años, digamos, tampoco recuerdo haber marcado alguna fecha
de partida cuando ese visitante empezó a acompañarme, y, desde ese momento
impreciso no me ha dejado en cualquier lectura que he podido emprender. Estando
en alguna banca olvidada rodeada de extrema paz o en un Mall lleno de gente bulliciosa y hambrienta o cerca de sala de
mi casa mientras miran el cajón televisivo lleno de noticias de macheteados,
asaltados y violados. En mi caso no fue hasta cuando me tocó viajar diariamente
en los buses urbanos de la capital Managua, todas las mañanas, eso, para llegar
a mi lugar de trabajo. Tampoco recuerdo que trabajo tenía entonces o a lo mejor
sí, pero yo creo pensar en ese tiempo como el de las lecturas matutinas.
Antes
que pudiera movilizarme en otros medios, digamos un vehículo o usar los
servicios de algún taxista, que por cierto siempre me tocaba ir al lado de uno
muy particular: vulgar y mal hablado, uno que empezaba contándome toda su vida,
sus quejas, sus conquistas, sus deudas, como si a mí me importara o como si
hubiera mostrado algún interés en conocerlo, de hecho mi rostro siempre era el
mismo: inexpresivo y de poca habla —si,
ajá, es cierto, eso creo, tal vez—. Lo menos que quería en ese momento era
saber de él. Yo estaba en otra cosa, mi mente estaba más interesada en llegar
donde mi cuerpo se había propuesto en llegar. Pero como decía, antes de eso, la
ruta 106 era mi carrusel, llevándome por lugares inimaginables.
Siempre
sentado en la segunda fila de sillas al contrario del conductor, nunca de pie
porque la abordaba desde la terminal —o desde la inicial—. Con un libro en la
mano, lo intenté, ya que el viaje duraba exactamente una hora. Música a tope,
depende del chofer que me tocara así variaban los gustos musicales. Desde los
ya desaparecidos Bukis —♪ ¿cómo fui a enamorarme de ti…? o al
muy prixiado pandilleresco Reguetón.
Entre albañiles,
empleadas, maestros, vigilantes, meseras, estudiantes, policías, mercaderas, incluso
prostitutas y borrachos; olores desagradables: sudor, mal aliento, pedos,
comida, sajino, popó —principalmente de gatos y perros—; es que yo abría maravillosos
libros que empezaron a llevarme a lugares y a desconéctame de mi entorno. En
esa época pasaron grandes títulos por mis manos y sonreía en pensar, mientras un
tamal con una mochila vacía de escudo metía las manos en la cartera de una
señora ingenua y le robaba algo, es que de pronto yo me encontraba en las
grandes fiestas —imaginándome o viviendo— que brindaba Jay Gastby en su mansión junto a la costa este, todo por el amor de
Daisy. Yo era un asistente más en esas noches de lujo o a lo mejor un amigo
cercano como Carraway, por ejemplo.
Creo haber
desarrollado incluso el arte de poder descifrar quien era cada persona que
subía, de donde venía o que era lo que estaba pasando. No importaba lo que
pudiera ocurrir a mi alrededor, no me daba cuenta o quizás sí, pero era como si
en ese instante mientras duraba el viaje yo era un elemento meramente
decorativo en esa lata de carne humana que se estrujaba más y más en cada
parada.