Este video es de la sesión instrumental de la canción “Rosie”.
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próximo a salir.
También puedes ver el video completo de “Rosie” con toda la banda.
"Se escribe para llenar vacíos, para tomarse desquites contra la realidad, contra las circunstancias."
-Mario Vargas Llosa-
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Sentado en
el segundo escalón de miajas de baldosas, a la entrada de la botica, se
encontraba despertando de un sueño largo y profundo, sosteniendo en su mano
derecha una nota escrita a mano. Entre medio de sus dos piernas, en el suelo,
se equilibraba un frasco de cerezas importadas que el día anterior había tomado
de los anaqueles del supermercado. La novedad del día le cayó como balde de
agua fría. No sabía si era real o parte de ese sueño que, según él, duraría
hasta la muerte.
«Lo más absurdo
de todo es que yo la hubiese hecho muy feliz», pensó, mientras empuñaba entre
sus dedos el papel opalino que dejaba entrever, en mayúscula, la quinta letra
del alfabeto dibujada con evidente esmero.
Armando
Rodríguez era un ser apagado por los años y el peso de la vida. Apenas días
atrás su semblante retomó un tono limado y bruñido. El lustre de sus ojos,
color esputo cetrino, apareció nuevamente de forma fugaz y repentina. Sus
quejas constantes por la apatía de su esposa y la frivolidad inerte del lecho
nupcial fueron disminuyendo por todo lo que en su vida acontecía.
Veinticinco
años de matrimonio con María Elena pesaban igual que un yunque. Los recuerdos
de su juventud se agolpaban de vez en vez, y un pensamiento recurrente
martillaba constante el tabique de su mente: «Si tan solo mi vida fuese
diferente».
Nunca logró
graduarse. La sola idea de que iba a ser padre a los 22 años cambió por
completo el rumbo de su vida y, como él lo decía, «truncó su meta» de ser
ingeniero. Hoy ese tranque lo había hecho abuelo dos veces y pretendía hacerlo
una vez más, pese a las constantes amenazas y advertencias de su parte.
Una tarde,
cumpliendo el ciclo aciago de su vida, rumbo a su casa, recibió la peor llamada
del día.
—Armando,
recordá pasar por la farmacia… ¡Aló, aló! ¿Qué te pasa? ¡¿Por qué no me
contestás?! —increpó de manera altisonante la voz al otro lado de la línea
telefónica.
—Aquí estoy…
Lo que pasa es que voy conduciendo. ¿Ahora qué querés?
—Ya te dije
que los sofocos son insoportables y el doctor me mandó a tomar gabapentina.
—Eso se las
dan a las locas —balbució Armando entre dientes.
—¿Qué
dijiste?
—Nada, yo te
la llevo.
Colgó y
respiró profundo, con alivio desmedido de no seguir escuchando esa voz que lo
irritaba a diario.
Faltaba poco
para llegar a casa y pensó en regresar en busca de la encomienda, pero recordó
que en una calle alterna, que pasaba a diario con la intención cándida de ver a
una exnovia, le pareció divisar una despensa de medicamentos. Se detuvo en la
droguería y entró.
Al subir las
dos gradas del local, caminó con cuidado de no tropezar.
«Creo que le
falta más luz», pensó, mientras observaba el caliche mezclado con pedazos de
pisos multicolores que adornaban el suelo de concreto.
—Buenas
tardes.
—Hola,
buenas tardes… ¿En qué le puedo ayudar?
Una voz
dulce, casi angelical, se asomaba a través de una diminuta ventanilla de vinil
claro. Era una jovencita de tez blanca, con labios rosa acuarela.
«¡Por Dios
santo! ¡Qué muchacha más linda!», pensó.
—Sí, claro
—le dijo con voz ronca y varonil—. Necesito una medicina. Se llama gaba…,
gabapentina.
—Déjeme ver
si hay.
La joven
giró y dejó ver su hermosa figura de Artemisa. Su cabello largo y brillante
rozaba el borde de sus caderas. El contoneo de su cuerpo parecía hacerla flotar
entre las cajas y los estantes apilados en orden incoherente.
Armando no
tenía gusto por mujeres menores, pero ella era distinta. Su olor inundaba el
negocio y su dominio en la escena era histriónico. Por un instante no sabía
cómo actuar: sus manos empezaron a sudar y su voz empezó a aflautarse cual
puberto en etapa hormonal.
—Disculpe,
¿cuánto le debo? —silbó su voz.
—¿Se
encuentra bien? Parece que le va a dar gripe —le dijo la fémina, mientras
empacaba el blíster de pastillas.
—Creo que a
mi edad cualquier aire frío causa daño —articuló con la voz compuesta.
—Pero si
usted está joven… Creo que no llega ni a los treinta, ¿verdad? —manifestó luego
de humedecer con su lengua el labio superior.
Tal imagen
irreal le pareció electrizante. No supo qué responder. Se quedó en silencio, en
espera del paquete.
—Puedo
recomendarle unas vitaminas, si gusta. Además, se ve que hace ejercicio.
La diosa que
le hablaba lo tenía petrificado, al igual que años atrás, cuando en una época
distinta y en circunstancias similares había percibido la misma emoción.
***
Ese viernes
de junio, un retraso repentino de quince minutos lo obligó a correr más de lo
habitual para tomar el autobús que lo llevaría a la universidad. Entre
empujones y gritos lo primero que vio al entrar fue la mano extendida del
chofer pidiendo el pasaje. Abriéndose paso entre los olores corporales que
emanaban vapores acéticos, propios de la hora y de la evidente carencia de aseo
personal, avanzó hasta encontrar un espacio junto a una figura de cabello
rizado color almendra. Las miradas de ambos chocaron y rebotaron por inercia o
por vergüenza. Desde ese momento se aficionó por aquella extraña. Nunca le
habló, pero siempre calibraba su reloj de pulsera con un retraso de un cuarto
de hora, todos los viernes, para admirar de forma anónima aquella belleza
platónica que tremolaba a su lado.
Ahora era
distinto: la ingenuidad y la juventud ya no formaban parte de su vida. El
tiempo se acababa cual contacto ligero de la arena que pasa a través del huraco
que divide las cápsulas del reloj.
Pensó en
preguntar su nombre, pero rápidamente notó un gafete metálico en la blusa,
justo a la altura de su pecho izquierdo. «Ema»: su nombre era Ema.
—Gracias,
Ema, sos muy amable.
La miró
fijamente a los ojos con el propósito de intimidarla, mientras recibía al
instante las pastillas y el cambio.
La
dependiente sostuvo la mirada y notó la intención del cliente foráneo.
Respondió el reto con una sutil sonrisa. La mano de Armando logró escasamente
rosar los dedos de ella y advirtió la suavidad cremosa de su piel.
Se enamoró
nuevamente, por tercera vez en su vida, al igual que esa tarde calurosa
mientras luchaba por sobrevivir en el transporte público de la capital, rumbo a
una clase que nunca logró culminar por injusticias del azar.
Salió de
aquel sitio con la imagen clavada de la joven que respondió a su ojeada
coqueta. Antes de subir a su vehículo, un Toyota 89 que apenas podía
transportarlo, volvió su cabeza a la puerta, pero lo distrajo el color diluido
de la pintura en la pared y un marbete que
avisaba una promoción de megas ilimitados y saldos extras.
Esa noche
durmió apaciblemente envuelto en el recuerdo de la piel de Ema, hasta que la
luz del sol tocó su ventana. Despertó con mejor ánimo. La queja matutina de
María Elena, su mujer, y el desprecio creciente que sentía por ella no parecían
molestarlo. Solo quería acabar su jornada laboral de ocho horas y pasar por el
mismo lugar. Muy dentro suyo albergaba la esperanza de ver nuevamente la sombra
casi irreal de la chiquilla que correspondía a los juegos de un desconocido.
A las 6:30
de la tarde detuvo su bólido a la entrada del quiosco, entró con paso firme y
con voz de locutor vespertino dijo:
—Muy buenas
tardes.
Una mujer
horrorosa de piel canela y lentes ridículos irrumpió su saludo efusivo.
—Favor,
espere su turno. Se le atenderá en un momento.
En ese
instante se percató de que estaba siendo atendida una señora gorda con evidente
nivel de precariedad, que al parecer tenía de mal humor a la dependiente de
turno. Buscó por cada rincón del lugar a la damisela de sus sueños, y no la
encontró.
No tenía en
mente qué comprar, ni siquiera tenía una excusa para llegar ahí. Pensó entonces
que se le ocurriría algo cuando estuviera frente a ella, pero su musa no estaba
a la vista.
«¿Qué compro
ahora? ¡Ya sé! ¡La gabapentina!», pensó.
Tuvo temor
de que creyeran que vivía con una loca, pero al fin y al cabo era cierto. Él
consideraba que, al paso en que iba María Elena, era cuestión de tiempo para
llevarla a un sanatorio, pues estaba harto de ella.
Por segundo
día consecutivo salió del lugar, pero esta vez el sinsabor que llevaba era
evidente. Al bajar, una aparición espectral flotaba hacia él. Era Ema, que con
paso firme se acercaba. Los muslos y caderas pintadas de blanco por la talla de
su pantalón, bailando al compás de cada paso, provocaban la sensación de un
carnaval de flores. Armando vibró en su ser; era simplemente espectacular la
imagen, de la cual el crepúsculo también era testigo.
No dudó en
saludarla con alegría desmedida.
—¡Holaaaaa!,
¿qué tal? Pensé que no estaba… —le dijo con una familiaridad que hizo asustar a
la joven, que al verlo no supo qué responder. Armando amagó un morreo dirigido
a la mejilla, propio de la cordialidad de un conocido, lo que Ema rechazó al
instante.
—Adiós
—respondió ella.
Ema dio un
salto sobre los peldaños, con notoria agilidad y rapidez.
Armando,
apenado, no tuvo más remedio que montar su coche y correr veloz a su hogar, no
sin antes notar que, extrañamente, la joven desde dentro lo observaba y
esbozaba una expresión de curiosidad por aquel hombre con señal de calvicie
incipiente y ojos verdes.
Esa noche el
insomnio tomó refugio en su cama. Seguro que la vida no daba terceras
oportunidades. A las dos de la mañana, mientras su acompañante inerte de al lado
gemía y se quejaba del calor, se propuso enamorar a su nueva dueña que se
introdujo sin permiso.
El rito
vespertino de pasar por el mismo lugar, a la misma hora, se volvió habitual. En
un corto tiempo se convirtió en cliente asiduo de la farmacia. La familiaridad
con que hablaba y las bromas que hacía eran correspondidas tanto por la
clientela como por la propia Ema.
Durante dos
semanas conoció los gustos personales de su amada. Supo que suspiraba por los
rosáceos azules, teñidos por medio de hibridación convencional, cuyo color
simboliza el misterio de alcanzar lo imposible. Adoraba los chocolates, pero
aquellos obscuros y amargos, matizados en estela de negro basalto, pues de
ellos se obtenía más flavonoide que de cualquier otro alimento rico en antioxidante.
Entre risas y bromas reconoció el amor de ella por las cerezas y que prefería
comerlas directas del frasco.
—Sos todo un
caso —repetía a cada instante, ante las ocurrencias del admirador.
—Un caso
perdido —respondía él siempre a esa frase, que se había vuelto cómplice de
ambos.
Él, por su
parte, abrió su más entrañable frustración: comentaba sin resentimiento el
sueño truncado de ser ingeniero, la lucha perdida por impedir ser abuelo tan
pronto y el odio acumulado por su cónyuge, que, debido al proceso natural,
propio de la edad, cavó una zanja profunda entre uno y el otro.
Cada vez que
podía desbordaba un piropo grácil hacia ella, quien le respondía sin pudor y de
forma directa. Armando entendió que los dos estaban claros de lo que sentían y
que su plan estaba funcionando. Se imaginaba una vida libre de la arpía que lo
acechaba y hostigaba diario en su casa, con los problemas propios de la edad.
«Cuarenta y
siete años son apenas el comienzo de una vida», reflexionó en silencio,
mientras plasmaba con su diestra, en la rigidez de una hoja, un verso del poeta
danés Charles Marine. Testigo de esa complicidad, reposaba en su mesa un bote
diáfano de material cerámico y amorfo que contenía un líquido rojizo profundo y
vivo, comprado el día anterior.
«Hoy la voy
a ver. Hoy le voy a decir lo que siento y la quimera jodida que me atormenta se
va a disipar», susurró en su mente. Asió en sus manos el poema y las frutillas
encurtidas, con la determinación de que su vida cambiaría por completo esa
tarde de septiembre.
El día era
perfecto, cirros blancos pintaban el cielo azul, nada podría salir mal. Se
arregló como nunca. Su perfume escandaloso, marcado por las notas balsámicas de
salida, proyectaban un rastro personal de bases monolíticas.
Con la
seguridad que solo un hombre enamorado suele tener, se dirigió firme y sereno a
la puerta del negocio cuasi informal. Entró medio cantando y recitando el verso
recién transcrito. El silencio que envolvía el lugar se eclipsó con su voz
sonora.
—Buenos
días, ¿se encuentra Ema?
Sorprendida
la hortera que atendía, lo miró con fastidio y desdén.
—¡Don
Armando!, ¿qué hace aquí tan temprano y en día sábado? —replicó con curiosidad
al ver en su mano un bote de vidrio y una hoja imperfectamente doblada.
—Emita no
está. Se nos casa hoy —expuso con frivolidad y un toque de burla—. ¿Acaso no
sabía? Es más, yo supuse que usted sería invitado…
La sensación
que le recorría de manera súbita lo dejó inmóvil. Reaccionando al efecto del
sopor provocado por el golpe del suceso, retornó en sus pasos. Desplomándose en
sus ancas sobre la rampa discordante de la entrada, asentó el vaso de cerezas
entre sus piernas y recordó el verso empuñado en su mano:
«¡Quisiera
ser un sueño,
muy
largo y profundo, un sueño que durara hasta la muerte!».
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También puedes leer otro relato del autor: "Dos onzas".
http://rostran.blogspot.com/2020/07/dos-onzas.html