Mar/24/2017
Cuando
fui niño o cuando empecé a tener cierta conciencia de las cosas, antes del
final de la guerra, digamos 1988 o 1987 o 1986, en esa década, nació en mí un
miedo que vivió en medio de mis alegrías infantiles. Era un pavor a la muerte,
aunque realmente no tuviera la certeza de lo que significaba esa palabra o ese
hecho. Más que miedo a la muerte —una probabilidad irreal pero muy real para
mí—, el de poder ser asesinado por alguna bala perdida o por una ráfaga
proveniente de armas de fuego. Que los militares pasaran por la calle encima de sus camiones y de repente me dispararan sin compasión. De hecho siempre
tenía o quizás tengo una idea recurrente, una idea que no me dejó tranquilo por
mucho tiempo. Es algo que no se apartaba, que no se alejaba.
![]() |
Foto: Marcelo
Montecino
(Victorious Sandinistas, entering Managua, Nicaragua 79).
|
Siempre
estoy en peligro y recibo el impacto de una bala. Es caliente y duele, pero no
muero, nunca muero, siempre agonizo por el dolor. Pronto moriré, pienso, pero
no lo acepto. Camino de arrastras, me persiguen y no sé por qué me persiguen ni
quiénes lo hacen. Huyo, corro muy rápido, lo intento o únicamente lo pienso. Me
aferro a que no puedo estar herido y avanzar. Pronto caeré y veré los últimos
segundos de mi vida pasar, desvanecerse, muriendo sin saber la verdadera razón
del por qué hicieron eso. Siento morir, pero nunca muero. Siento dolor, mucho
dolor y no me puedo moverme. Ahora que el dolor está latiendo allí, ya no
cesará. Empezar es para el dolor su único fin, solo tendrá ese.
Es así como puedo describirlo, es la imagen
que tengo. Sensaciones y olores. Sensación: miedo. Olor: pólvora. Pavor: balas.
Es extraño como un olor puede hacerte recordar un momento o a una persona, como
incluso los colores y, en cualquier instante donde puedas volver a sentirlo o
verlo te traslada a esa escena. Verde, es verdeolivo, el de los piricuacos.