Imagen de la tomografía de mi madre. |
Un domingo cualquiera
BYRON ROSTRAN ARGEÑAL 19 FEB 2013
Hace cuatro semanas mi
madre Rosario Argeñal de 62 años de edad, después que terminaba de almorzar,
empezó a perder poco a poco el conocimiento. Dejaba de pronunciar palabras
coherentes y se comportaba con una pasiva ansiedad. Nos miraba y lloraba
mientras acariciaba mi rostro y el de todos mis hermanos, que en ese momento
nos encontrábamos junto a ella en la sala de emergencia de una clínica: “No quiero olvidarme de sus rostros” “No quiero perder la memoria”. Lloraba
con angustia desesperación, como quien está a punto de robársele lo que toda su
vida ha conocido, como si en cada segundo que pasaba, sus recuerdos se desvanecían,
escapándosele de sus manos.
Lo siguiente que pasó
fue: no pudo hablar más, todo el lado derecho de su cuerpo se le paralizó, a
ratos no conocía a nadie —ni donde se encontraba—, una hospitalización,
un diagnóstico nada favorable, una incertidumbre de toda esa situación, tristeza
absoluta en su rostro. La presión fue tan alta que un vaso sanguíneo en el
cerebro no resistió y reventó, formándole un hematoma no tan pequeño. Cuatro
semanas han transcurrido desde ese domingo, creo que cada día era aceptar lo que
me costaba aceptar: saber que hubo un daño y que ahora había que luchar o vivir
con eso.
Lo más duro o la imagen
que no podía borrar de mi mente y que se mantenía atormentándome, era, haberla
visto sólo horas antes, tan alegre tan feliz tan llena de vida y en un dos por
tres, verla como iba siendo tomada, siendo encerrada contra su voluntad en su
propio cuerpo, sin posibilidades de salir o de gritar.
Dios es bueno y siempre lo
ha sido. Las mejorías se están viendo poco a poco y sorprendentemente, sé que será
todo un proceso. Ella tiene muchos deseos de vivir y sonreír. Siempre a mi madre
la he considerado y visto como una mujer valiente —acaso la más valiente que he
conocido—, con ganas de pelear aún cuando parece no haber esperanzas.